EL FUNDAMENTO DEL LIBERALISMO

 

De un tiempo a esta parte ha habido un auge inusitado del fundamento naturalista o científico en el liberalismo. Desde el renacer de este en Chile de la mano de Axel Kaiser en un principio, y posteriores integrantes después, la derecha liberal o al menos una versión de ella ha querido ver en este argumento la llave maestra para la elaboración de un discurso irrebatible. Con la publicación del libro De naturaleza liberal (Catalonia, 2018), del connotado ingeniero matemático Álvaro Fischer, el liberalismo adquirió un empujón más en este afán: una supuesta fuente inequívoca para sus postulados. En este libro ya mencionado, el ingeniero plantea que una sociedad libre, de raigambre liberal, es la que mejor se aviene a nuestra naturaleza, asunto que no ha sido abordado jamás por la izquierda, la cual ha hecho caso omiso de nuestra propia naturaleza a partir de su tesis del “hombre nuevo”. No obstante, lo dicho, ¿hasta qué punto la correlación entre la naturaleza humana y una sociedad libre es correcta? Es decir, ¿es el recurso a la existencia de una naturaleza humana el mejor fundamento para el liberalismo? 

En los siguientes párrafos busco ilustrar que un fundamento naturalista o científico, basado en la naturaleza humana, es débil, en el sentido de que, aún respetando sus postulados, subyace una decisión intermedia entre las condiciones de hecho y la voluntad de respetar o construir una sociedad que se base en dichas condiciones y, quiérase o no, esta toma de decisión se sustenta en una apreciación ética o axiológica que no necesariamente anida en condiciones fácticas. Es decir, habría un segundo momento, volitivo, que se caracteriza por interpretar ciertos elementos fácticos como consecuentes con el levantamiento de un orden político fundamentado en un hallazgo intuitivo moral. En definitiva, el liberalismo se fundamenta en una intuición originaria, en una creencia, no en condiciones de hecho.

Comencemos con plantear que este asunto de hacer uso de un fundamento naturalista o científico es un asunto de viejo cuño. Una asociación clara entre la naturaleza humana, como condiciones de facto y la sociedad liberal a la que se aspira por algunos no es extraña, al menos no en esos términos. En su momento, el así llamado “padre del liberalismo”, John Locke, en su Segundo Tratado de la Sociedad Civil (1689) era de la opinión que la naturaleza humana es en abundancia bondadosa —no como Rousseau quien pensó era completamente buena y, por lo mismo, era la sociedad la que había corrompido a la humanidad— y que el hombre solo se unía a otros bajo el yugo de un contrato social en aras de proteger la libertad, la vida y la propiedad. A la vez, el connotado filósofo inglés reconocía la existencia de derechos naturales y abogaba por el respeto irrestricto a los mismos. En ese sentido, Locke aspiraba a que la sociedad que se construyera debía reconocer la existencia de estos derechos naturales. La fórmula social que se adoptara debía hacer eco de ciertas prerrogativas que derivaban directamente de la naturaleza misma del hombre y su reconocimiento. Por supuesto, puede haber en la defensa de los derechos naturales y en el respeto a las condiciones dadas por nuestra naturaleza una posición moral. Sin embargo, no es suficientemente detallado por Locke.

Una lógica no muy distinta seguía Hayek. El filósofo austriaco, en su ya famoso Camino de Servidumbre (1944) y en otras obras, al diferenciar sistemas sociales constructivistas de otros marcadamente esencialistas, estaba haciendo una referencia, a su vez, al concepto de naturaleza que cada proyecto político abrigaba. Las ideologías de izquierda, en un sentido general, más allá de su aparente talante pseudocientífico, partían de la idea de un ser humano tipo tabula rasa, dispuesto a ser moldeado por la marcha de la historia. De ahí la idea de la creación de un “hombre nuevo” que pudiese estar al margen de las necesidades y pesares una vez construido el socialismo, dispuesto a la creación del cielo en la tierra como nos recuerda, una y otra vez, Mauricio Rojas en sus diversos libros. A diferencia de ese tipo de sociedad, el liberalismo partiría del reconocimiento de tal y como son las cosas, tal y como funcionan los sistemas “en los hechos”. No muy lejos está la crítica que el psicólogo canadiense Steven Pinker enarbola a toda la filosofía contemporánea de la segunda mitad del siglo XX en La Tabla Rasa (2003): el pensamiento académico actual tiende a negar la naturaleza humana, con nefastas consecuencias sociales.

En Chile, el representante del liberalismo más conocido, Axel Kaiser, tampoco se aleja de esta idea. En su Tiranía de la Igualdad (Versión Deusto, 2017), el autor parte de que la naturaleza humana es, en principio, egoísta. Nuestro cerebro, siguiendo al mismo psicólogo en este escrito mencionado, se habría desarrollado así y, para Kaiser, no habría más que hacer: cualquier construcción social debe ceñirse a la lógica natural propuesta. Cualquier intento en contrario, termina en tragedia. Sin embargo, no es que la naturaleza humana no reconozca la capacidad de empatía. Pero como liberal clásico, y al igual que Voltaire, no habría más que reconocer, según Kaiser, la primacía del egoísmo por sobre la empática, por razones “de hecho”. Una sociedad que tenga como objetivo su permanencia ad aeternum, no puede sino constatar estos hechos.

Esta conexión entre naturaleza humana y liberalismo o, a grandes rasgos, entre una cierta condición de hecho y una construcción social de un determinado orden práctico liberal, desnuda un problema elemental. La tradición liberal inglesa nació al alero de una condición cientificista de la filosofía. El profesor Miguel Orellana Benado, al analizar la tradición analítica en filosofía, en su libro Primos Lejanos (2011), refiere precisamente que, dentro de la tradición analítica inglesa, existió durante mucho tiempo una postura filosófica de servicio y sumisión a la ciencia, en el sentido que esta última es la que hace los progresos y la filosofía solo “le limpia el camino”. El mismo Locke se reconocería a sí mismo como un peón que solo les hacía el camino más fácil a los verdaderos productores de conocimiento, como sin duda lo era en esa época Isaac Newton (1642/1643-1727), el científico de su preferencia. Esta visión cientificista de la filosofía clarifica los motivos de la construcción de un orden liberal. Ser liberal, se traduciría, al final, sobre este respecto, en una preferencia por cierta continuidad entre el orden práctico y el mundo de los hechos. Si la naturaleza, desnudada en sus postulados básicos por la ciencia, nos indica que ciertas condiciones son elementales del ser humano, la sociedad debe solamente hacer eco de esa situación si pretende seguir existiendo. No hacerlo implicaría la destrucción de la sociedad o cuestionaría las condiciones mínimas de subsistencia de la misma.

El problema obvio a estas inferencias es lo que mencionó el connotado filósofo escocés David Hume en su Tratado sobre la Naturaleza Humana (1740). Advirtió el escocés de una práctica muy típica de la tradición moralista filosófica escocesa de esos tiempos. Existía la costumbre, en las obras de los moralistas, de referir relaciones claras e indistintas entre ciertas condiciones de hecho y consejos morales o dictámenes prácticos de cómo debían comportarse las personas. Con todo, no existiría, nos advierte Hume, conexión lógica alguna entre una y otra proposición. Es decir, no porque determinada cosa “sea así”, debemos entonces sacar conclusiones de que “debemos” hacer tal o cual cosa. Por solo plantear un ejemplo, no porque no tengamos alas, entonces, debemos abstenernos de intentar volar. Esto es lo que se ha llamado el problema del ser/deber ser. Hasta ahora ha sido un problema insoluble en política y ética, áreas donde no parecen recibir noticias del mismo. Ya, por ejemplo, Nozick le enrostraba a Ayn Rand, filosofa rusa de gran renombre en la derecha estadounidense, que ella no había logrado solucionar el problema al establecer una suerte de conexión entre el impulso instintivo de proteger la vida de uno mismo y la obligación moral, por consiguiente, de conservar la misma. Por ejemplo, ¿por qué no habría alguien de preferir la muerte? ¿Dónde queda, en esa instancia, el impulso primigenio de auto conservación y cómo es que ello no se condice con la decisión moral del suicida? Encontraremos muchos ejemplos del mismo tipo en diversos autores.

En definitiva, el problema sigue ahí y el liberalismo, así como otras corrientes de pensamiento, sigue haciendo caso omiso al problema, abrigando sus doctrinas en bases científicas que, habida cuenta su prestigio, parecen darle un sostén definitivo y poderoso. Lamentablemente, a pesar de todo, no parecen dar sustento suficiente tras un examen filosófico básico. Las condiciones de hecho no son obligaciones morales de ningún tipo. En ese sentido, la naturaleza humana o las condiciones de hecho con las cuales nos enfrentamos son el escenario de otro fenómeno, una necesaria decisión ética fundamental, fundamentada en una intuición, tomada libremente por los sujetos. Los hechos, vale la pena reiterar, no son condicionamientos fatales que obliguen a determinado curso de acción. Entonces, ¿en qué términos podemos salvar el problema del ser/deber ser? ¿Es posible interpretar el asunto desde otro punto de vista? ¿De qué tipo de decisión ética hablamos?

El filósofo español Ortega y Gasset planteó en Ideas y Creencias (1940) una diferencia fundamental entre estos dos elementos que dan cuerpo al título de su libro. Las ideas son aquel elemento fundamental sobre los cuales aún discrepamos y discutimos. En la construcción de una teoría científica, —también teorías sociales—, que no es más que los tramos de sentido entre afirmaciones que se sustentan una sobre otras, las ideas componen aquella dimensión que se coloca en tela de juicio, para el escrutinio de los demás. No es de una manera distinta que avanza la ciencia, diría Newton quien siempre abogó alzarse sobre los hombros de gigantes para avanzar en sus teorías. Criticando en lo debido a las teorías anteriores y haciéndose cargo de los problemas que ellas no pudieron resolver, diría Thomas Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas (1962), es que se dan los grandes avances.  

Sin embargo, a diferencia de las anteriores, las creencias serían de una naturaleza radicalmente distintas. En ellas, dirá el español, el sujeto “vive”. La expresión es completamente feliz, puesto que lo que pareciera, en un primer momento, paradojal, tiene todo el sentido. La creencia es el elemento imperioso de nuestras vidas, sin ellas “no estamos”, sino que, a la deriva, nos perdemos en el entramado de aquello que reconocemos como “no Yo”, es decir, el mundo. En las creencias, estamos, en las ideas, nos confundimos y discutimos. El sujeto no podría dar un paso, reflexiona Jean Paul Sartre, sin creer que el piso está ahí, dispuesto a mi voluntad de sostenerme sobre él. Por lo mismo, ¿la naturaleza humana, las condiciones fácticas de nuestra existencia, son ideas o creencias? El mismo Ortega dirá que la ciencia es poesía, en el sentido de que son proposiciones lingüísticas que no se corresponden con aquello mismo que señalan y, por lo mismo, son ideas discutibles, aunque se acerquen mucho más a describir el mundo en el que “somos” de lo que harían otras disciplinas. Lo mismo argumentará Albert Camus en El Mito de Sísifo (1942) al proponer que no podemos confiar en la ciencia para encontrar el sentido de nuestra existencia práctica: la ciencia es “lo discutible”. De este modo, la naturaleza humana, describible científicamente, aunque sostenible e importante como elementos que conforman parte de ese mundo en el cual existimos, en el cual “soy”, son solo eso, ideas que forman parte de ese entramado de sentido, elementos inmanentes con los cuales debo contar para aquello a lo cual me aboco, pero, finalmente, condiciones de facto con las cuales mi voluntad se encuentra en el mundo. 

Es así como un análisis ontológico nos revela que detrás de la construcción de un orden liberal que se corresponda con estos elementos de facto, existe una decisión ética, basada en una interpretación de la realidad, mejor o peor compuesta, pero que se sostiene sobre una creencia fundamental, no susceptible de discusión, al menos no en términos científicos: la igualdad fundamental de los sujetos en tanto “seres para la muerte”. Es dicha igualdad la que conlleva el respeto fundamental por la vida, la libertad y la propiedad de los demás, la permanente preocupación por aquellos que deparan mi misma suerte, todos en iguales condiciones ante Dios. La muerte todo lo iguala. Por lo mismo, todos aquellos que están sujetos al mismo final que yo, adquieren otro cariz: son iguales a mí y, fundamentalmente, libres, igual que yo, de forjar el propio destino. Cualquiera sea la idea que finalmente le da forma racional, la creencia es la misma, expresada de distintas maneras: somos igualmente libres ante la muerte. Y ello no es una condición fáctica, no es una característica propia de nuestra naturaleza, sino de nuestra condición en tanto comprensión o interpretación intuitiva, inequívoca, de lo que creemos que somos. No es un hecho, es una intuición fundamental. Así, el liberalismo puede aspirar a superar el problema del ser/deber ser: no construimos una sociedad liberal porque nuestra naturaleza lo dispone, sino porque confiamos es menester, en tanto reminiscencia práctica de nuestra creencia de que somos iguales y libres esencialmente ante nuestro destino fatal, tomarla en cuenta. Existe una decisión imponderable justificada en la creencia, en la intuición de nuestra igual condición compartida y en lo que ello implica a nivel ético con la regla de oro y, por consecuencia, a nivel político liberal. Si se quiere, podemos llamar a esta sociedad a la que aspiramos, un liberalismo de la muerte. Alguien podría argumentar que esta creencia es aún más débil como cimiento para una propuesta de sociedad liberal. Con Borges, diríamos que es una ficción, pero sin la cual el hombre no puede vivir.

 En fin, debemos ser conscientes que resguardar el orden liberal en los postulados de la ciencia sería suprimir, en definitiva, el acto libre de los sujetos, fundamentada en esta creencia, no reconociéndoles la responsabilidad propia de seguir un determinado orden práctico por motu proprio. Un acto que Jean Paul Sartre, en El Ser y la Nada (1943), claramente calificaría de “mala fe”. El liberalismo, sea cual sea el que aplique o desarrolle un futuro gobierno de derecha, acompañados de los conservadores, debiese buscar en estos parajes propuestos el fundamento definitivo del orden social que se propone, sin dejar, por supuesto, nunca, la realidad científica de lado. En especial en aras de influir de mejor manera de aquí a lo que sigue en la batalla cultural que experimentamos.

 
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