CRÓNICA DE UN INSULTO ANUNCIADO

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Los días viernes se han vuelto un evento en Santiago. Hasta ahora no nos habíamos dado cuenta cabal de ello, pero como siempre ocurre, la realidad se vistió de profesora y nos bañó de sabiduría. Fue todo un aprendizaje que, aunque consabido, aunque anunciado, no habíamos querido ver. Y es que las cosas a veces ocurren sin que seamos realmente protagonistas de ello, pero nos toca un papel que jugar y es esa actuación la que paso a detallar a continuación.

Habíamos preparado con poca antelación el encuentro. Las redes sociales habían funcionado, esta vez, no para incendiar PYMES o infraestructura pública, sino como antesala de un encuentro esperado por mucho tiempo. A pesar de habernos conocido solo por nuestros posts en internet, no nos conocíamos en persona. Buenas “migas” se habían producido al tener enemigos comunes -Schmitt, dixit- y formamos un grupo de Whatsapp que hablaba de estos temas políticos tan en boga en los últimos meses, aunque ya veníamos de años en profundas cavilaciones. Mi amigo era de Concepción y, a pesar de la lejanía, junto con otras personas de Santiago, Rancagua y hasta Osorno, creamos un grupo reflexivo, autónomo, con ganas de aprender y comentar lo aprendido. La situación del 18-O radicalizó ese aprendizaje, le puso visado de urgencia, y los comentarios se hicieron cada vez más radicales. Era de esperar. Lo que tanto se anunció por ese 22% que votó “Rechazo”, al cual adhería el 100% del grupo, y que otros como Moisés Jauregui o Lucas Blaset, los paladines del entendimiento “liberal” no querían ver, era la polarización del espectro político y la incapacidad real de llegar a un entendimiento y diálogo fructífero. Lo que hasta ahora han sido los dimes y diretes del acuerdo constitucional solo nos dan la razón.

Con todo, el mismo clima enardecido nos llamó a juntarnos, a compartir siquiera un encuentro fugaz en medio de tanta lacrimógena y humo, en medio de tanta acusación falsa de violaciones nunca ocurridas y de tanta dignidad junta. Tal vez siempre hemos sido suicidas en el grupo, no lo sé. Pero algo nos invitó a probar suerte, a morder la manzana del árbol del conocimiento y contravenir los dictados de este Dios insidioso llamado political correctness. Creo que el mero hecho de reunirnos ya era una afrenta a las buenas formas de la izquierda de hoy. Éramos un acto de mal gusto.

Pronto apareció la oportunidad. Si bien no pudimos juntarnos todos, el miembro penquista viajaba a la capital por trámites jurídicos. Era nuestra oportunidad. Por supuesto, no se nos ocurrió, en un principio, ir al centro neurálgico de la dignidad, pero tampoco nos quisimos alejar demasiado. Decidimos ir a las parrilladas “La Uruguaya”, ubicadas en Providencia. Insisto, quisimos probar suerte.

Fuimos llegando a cuenta gotas, seguros que en algún momento la crisis política saldría como tema principal. Los santiaguinos esperamos con parrillada pedida al sureño quien, al llegar, lacró a fuego con un abrazo rotundo a todos los presentes. Nos sentimos hermanos en medio de la crisis. Nos juntamos por medio de redes sociales y lo que pensamos sería más bien una muestra de fraternidad ausente y mimética, en tanto el mero conocimiento virtual que poseíamos mutuamente uno del otro, se convirtió en un sello de amistad duradera. Las horas fueron corriendo y ya entrados en algunas copas, se nos ocurrió hacer lo impensado: ¿Por qué no apersonarnos en Plaza Baquedano? Hasta ahora solo habíamos visto las manifestaciones de consciencia social desenfrenada otros días, pero desde el resultado final del plebiscito, ninguno había querido seguir alimentando la desagradable sensación de asco y decadencia que provocaban los accesos de felicidad y posterior iracundia a raíz del destape del engaño que significó dicha votación. Por lo mismo, casi no nos habíamos enterado de qué significaba caminar por esos lares a esas horas de la tarde un día viernes.

Finalmente, la curiosidad pudo más y comenzamos el periplo. Llegamos directamente subiendo por Parque Bustamante, observando las huellas de la dignidad haciéndose carne viva en cada esquina. El café literario del parque ya no era un llamado a la lectura, sino a la rebelión y al repudio contra aquellos que pensaban distinto. A medida que íbamos acercándonos a Plaza Baquedano, pasábamos por pocos restaurantes cuyas terrazas parecían no ser testigos de lo ocurrido. El olor a putrefacción cercanos ya al Teatro de la Universidad de Chile y los signos de una guerra campal en las cercanías eran evidentes. El alcohol hacía mella en nuestras cabezas y sin pensarlo dos veces dijimos: “Debemos ir hacia la plaza y rendir honores a Baquedano”. Nadie pretendió contrariar tan alto designio. Era nuestro momento. Tras la marcha más grande y estúpida de nuestro país, no podíamos perder lo que pareció a nosotros una oportunidad inigualable.

Por supuesto, la visión del “centro de tortura” clandestino de la estación del metro Baquedano, nos servía de incentivo. Sus puertas cerradas y el decorado posmoderno, es decir, sin sentido, llamaba a la repugnancia, pero, a la vez, nos convocaba a la acción valiente de quienes, convencidos de sus convicciones, se permiten entregarlas al posible linchamiento, tal Giordano Bruno sabiéndose posible alimento de las llamas.

Cruzando con cuidado desde la explanada del teatro antes mencionado, nos fuimos acercando a la plaza. Un cuerpo de Carabineros custodiaba la estatua, una de las más violentadas durante el proceso de insurrección que Carlos Peña, Cristóbal Bellolio u otros quieren asimilar con la mera expresión de un descontento ciudadano con los procesos propios de la modernización capitalista o con las exigencias propias de la evolución del “liberalismo”. Fue automática la sensación de congoja ante el paisaje que se hacía presente con fuerza. En los alrededores primaba el hedor propio del progresismo bebiendo o fumando marihuana, prontos a tomarse el páramo desierto que hoy todavía quieren llamar “Plaza de la Dignidad” y unos pocos agentes de la ley, aquella que ha sido violada sin permiso ni consentimiento ante la expectación de un presidente sin cojones, quienes poco o nada podían ni tendrían que hacer con aquello que se preparaba para unos minutos después.

Para nosotros, que no queremos saber ya nada de lo que ocurre, que queremos ver que por una vez las consecuencias de las malas decisiones sean vividas por estas generaciones de cristal que nunca en sus vidas, ni ahora que tienen el destino del país en sus manos, han asumido los resultados de sus propios actos porque siempre “papi” les ha salvado de su inmadurez, fue instantáneo darles un saludo a esos pocos hombres de ley que aún hacían patria en ese roquerío. La destrucción del lugar era tal que solo atinamos a un saludo frío, pero con sentido, con honor para estos hombres. Posteriormente nos sacamos las fotos de rigor y un video que se quiso llevar nuestro amigo penquista a sus frías tierras. Era lo mínimo que se podía hacer.

Tras la experiencia, decidimos caminar por la continuación del Parque Bustamante hacia el oriente. Era claro que nos encontraríamos en terreno enemigo. Sin embargo, pensamos que habíamos pasado desapercibidos y que nuestro recorrido no se vería afectado por las hordas de progres de toda laya que han destruido el parque y que lo han vuelto una especie de búnker a campo traviesa preparado para los acontecimientos revolucionarios necesarios para ser, ahora sí, esta vez sí, un país desarrollado como “Nueva Zelanda”.

No obstante, lo preparados que estábamos para lo que pudiese suceder, de súbito, sin aviso, un ciclista, uno de esos seres de luz, hijo de Greta Thungber, que cree que por solo pedalear está contribuyendo de alguna manera al mundo, pasó rápidamente frente a nosotros quienes, antes de poder cruzar hacia la plaza, recibimos, de parte de este agente del cambio y del progreso, un improperio de aquellos:

-“Chupapicos culiaos”…

De repente, desperté del marasmo que habían provocado el alcohol y el sol veraniego de Santiago, y solo atiné a devolver el saludo:

-“¿A ver, dilo de nuevo conche…?”

Sin embargo, el ciclista ya iba muy lejos de nosotros. Ni siquiera pensé en que éramos minoría en aquellas tierras donde el monumento a la Inmigración alemana ya distaba largamente de lo sublime a lo que se refería Kant. Tampoco pensé en que probablemente un encuentro violento con las hordas progresistas del lugar nos habría puesto en una situación compleja. No me hubiese gustado que el monumento a Rubén Darío presenciara la masacre de mi persona y de los pocos que me acompañaban, pero el encono fue más grande en el momento. Con todo, nada ocurrió. Las masas no concurrieron al posible encuentro pugilístico. Tal vez, como decía Freud, las masas no actúan sino de ese modo, en masa, en huestes numerosas, de modo que el acceso irresistible de violencia que el ciclista sintió en su momento y que lo llevó a tal acto no era más que la bajada de guardia del Súper Yo, revelando la imprudencia propia de un Ello desbordado de necesidad de correspondencia de la realidad, víctima ella misma del necesario ajuste, a los dictados rancios de justicia social que lo infesta todo hoy en día, incluidos los recovecos del subconsciente del ciclista.

De todos modos, preferimos seguir nuestra jornada caminando por el parque, hasta llegar a las cercanías del barrio Lastarria, el cual solo visitamos de manera rápida entre tanta inmundicia renombrada como “arte callejero” -quizá pensábamos que tendríamos otra oportunidad de visitar en profundidad los barrios nombrados en honor al filósofo-. Para terminar la jornada, nos sentamos a comer un helado mirando pasar el progrerío y sus distintas versiones de luchadores a turno, tiempos que se distribuyen entre los estudios universitarios a los que faltan y que nos hacen pagar obligados, así como el límite propio del tiempo que representa pasar la modorra en la casa que aún mantiene “papi”.

Una breve conversación más sirvió de escenario para la despedida, cada uno tomando caminos distintos que esperamos se junten de nuevo, tal vez entre tierras más inhóspitas, persiguiendo nuevas experiencias en esta selva en la que se ha convertido el Santiago de hoy o el Chile del mañana. Esperemos que todavía podamos comer carne o simplemente comida para ese entonces.

 
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