ENTRE EL ESTADO Y LA REVOLUCIÓN

 

Hagamos un ejercicio: imaginemos un país. En este país hay un régimen injusto y tiránico. Los gobernantes cometen injusticia a destajo, las tropas policiales y militares rondan las calles y todos los rincones del país vigilando a la población, existe tortura y atropellos por doquier. A su vez, la gente sufre el hambre y la escasez, sueña con su libertad y busca vivir en un país más humano, donde no todo sea oscuro y vuelva a salir la luz del amanecer con dignidad y libertad. Un día, la gente se alzó en armas, harta de la injusticia, el hambre y la corrupción. El escenario fue tan complejo que se desencadenó una guerra civil. Los gallardos milicianos rebeldes defendían sus vidas y la integridad del pueblo, dando su vida por un mejor porvenir. Los soldados del Estado, como verdaderas máquinas de matar, son seres adoctrinados para defender un régimen de maldad y restaurar la servidumbre de la población. Hay dos bandos: el Estado y la revolución

Ahora que hemos hecho este ejercicio, hagamos otro. Pongámosle el color político que usted quiera a los dos bandos. Por ejemplo, pongámosle el color azul (o gris, o verde) al Estado y el rojo (o negro) a la revolución. No es tan difícil: de hecho, así ha ocurrido en los últimos dos años en Chile, Estados Unidos y Colombia. Ahora pongámosle el color rojo al Estado y cualquier otro color a la revolución; podríamos pensar en Venezuela, Nicaragua o Hong Kong. Es curioso que nuestra percepción del fenómeno empieza a cambiar y ya empezamos a graduar nuestro análisis de cada caso de acuerdo con sus particularidades. Nos damos cuenta de que, si nos quedamos con el primer ejercicio, es decir, el escenario neutro, solo tenemos algo como Star Wars: el Imperio es el malo y los rebeldes los buenos. Cualquiera en su sano juicio apoya a los rebeldes porque defienden una bolsa azarosa de conceptos buenos, mientras que los que apoyan al Imperio lo hacen solo porque los uniformes y los villanos son súper cool, pero no porque la causa del terror sea defendible a priori. En suma, si no entendemos las particularidades de cada caso, la rebeldía está arquetípicamente diseñada para ser defendida y convocar la simpatía del espectador.

 Numerosos pensadores y filósofos han pensado y proyectado conceptos sobre la revolución. Destaquemos solo dos –lo bastante antiguos para no estar contaminados con los juegos de la modernidad– que sirven de plano para meditar sobre esta situación. Para Aristóteles la revolución era una situación lógica que se desencadenaba por la corrupción del sistema político, no obstante, siempre advirtió que la consecuencia de la revolución sería probablemente un escenario aún peor. Por su parte, Santo Tomás de Aquino teorizó sobre la justa rebelión, es decir, que es completamente válido rebelarse contra la injusticia, porque la injusticia es contraria al bien. Sin embargo, el Aquinate también advirtió que los rebeldes no debían actuar con injusticia en su rebelión, ya que esto, evidentemente, invalidaría la misma causa por la cual se lucha.

 Con esto en mente, los invito a pensar de manera breve en cuatro elementos que complejizan y maduran nuestro análisis sobre los procesos revolucionarios del mundo, para salir del cuadro simplista que presentamos al principio, pero que al parecer no pocos toman como referencia primaria.

 LA DOCTRINA Y LA VALIDEZ DE LA CAUSA DE LOS BANDOS

Al parecer, muchos evitan un análisis ideológico serio de los procesos revolucionarios porque temen a las respuestas que pueden encontrar. Lo cierto es que, por muy difuminadas que estén las motivaciones de defender al Estado o a la revolución, siempre podemos, con rigor, detectar los fundamentos de cada bando y hacernos nuestro juicio sobre ellos. Puede ser que ambos tengan detalles de razón en su actuar, puede ser que indefectiblemente encontremos que un bando tiene la razón absoluta, o puede ser que encontremos que ninguno la tiene. Lo cierto es que, independiente de lo que juzguemos, es preciso mapear todas las consecuencias lógicas de las acciones y demandas de cada bando y ver hacia donde articulan su porvenir. Eso haría, por ejemplo, que tal como vislumbraron Aristóteles y Aquino, veamos que muchas veces una revolución puede ser peor que la enfermedad.

 La visión de personas que salen de sus casas, vestidas con lo puesto, a enfrentar a las fuerzas de orden con devoción por una causa, y que luego esas fuerzas les disparen solo por obedecer órdenes, resultando algunos de los rebeldes muertos y heridos, puede ser una visión que solo por sensibilidad nos haga empatizar con el bando “débil”. Pero esto también tiene mucho de reduccionismo y, por sí solo, no basta para un análisis maduro de la situación. 

 El gobierno puede ser corrupto y nefasto, puede que los individuos que participen en las fuerzas de orden sean ignorantes de lo que hacen y, efectivamente, solo sigan órdenes, pero nada asegura que la fuerza revolucionaria por la cual muchos se inmolan no sea la antesala de una tiranía aún peor que aquella que supuestamente se combate. En efecto, puede ser que, a pesar de la corrupción y el uso de la fuerza policial con firmeza, fuera de ello el país mantenía otras libertades que los rebeldes fingen que no existen para satanizar al gobierno de una forma exagerada. Ello no implica, por cierto, que la corrupción deba ser tolerada por ser el mal menor, ni tampoco implica que la rebelión sea mala, sino que lo que habría que examinar es si hay ideología predefinida entre quienes dirigen la insurrección.

 Muchos creen que luchar contra un régimen opresivo es sinónimo de luchar por la “bondad” y nada más. Por ello, muchos creen que ciertas insurrecciones “no son de izquierda ni de derecha”, sin embargo, lo cierto es que la historia no miente; las revoluciones no surgen por un fenómeno simple de causa y efecto, siempre hay quienes las piensan y siempre hay quienes diseñan un nuevo sistema sustituto que levantar tras la caída del régimensiempre. Así pues, hay que dejar de lado la idealización de la rebeldía y buscar hacia donde apuntan sus demandas, cuál es el régimen más probable que quedará instaurado el día después.

Si la causa es simplemente la libertad puede que sea tendiente a una revolución liberal o a una anarquista disfrazada de liberal; si la causa es la igualdad puede tender al socialismo o a subproductos de este, etcétera. 

Tomás de Aquino nos recuerda que podemos evaluar la bondad y maldad del sistema estatal cuestionado y del sistema propuesto por los rebeldes de acuerdo con cuanta distancia tienen con un orden natural y la justicia consecuente a este. Nosotros proponemos este análisis como el correcto, pero a su vez llamamos al lector a darse cuenta y discernir por sí mismo que existe ideología tanto en el Estado como en la revolución, y que es nuestro deber tener un juicio sobre esa lucha ideológica para tomar partido.

 Un último reduccionismo destacable es el anarquista (de izquierda y derecha por igual), según el cual el Estado está mal porque sí y siempre será el bando errado. Este reduccionismo infantil deja fuera demasiados elementos de la naturaleza humana, ya que los anarquistas de izquierda se fijan en epifanías utópicas y los de derecha en moralina económica. Mi juicio al respecto es que el Estado moderno por su enfoque inmanente y materialista está lleno de defectos que lo llevan a la entropía y la corrupción, pero como bien dijo Aristóteles, deshacer la polis y su efectiva necesidad de mando es un lujo de dioses o de bestias.

 El Estado moderno puede tener su ideología aún más diluida que los mismos rebeldes, porque entre sus intereses está el dinero fiscal y las cuotas de poder antes que un ideal. Pero si nos remitimos a las constituciones y los fundamentos que alguna vez tuvieron esos Estados y que los actuales burócratas no respetan, encontraremos que existe al menos una ideología fundacional, la cual sería arrancada de cuajo por los revolucionarios. Es nuestro deber evaluar si todo el marco teórico sobre el que se funda cada Estado debe ser destruido para que los revolucionarios pongan el suyo. Roger Scruton nos recuerda que mucho de aquello que necesitamos conservar es enseñanza imperecedera y válida de nuestros antepasados.

 ¿QUIÉNES ESTÁN ENTRE EL ESTADO Y LA REVOLUCIÓN?

 Si volvemos a nuestro escenario inicial recordaremos que nos encontrábamos en una lucha entre dos bandos cerrados: el Estado y la revolución. Lo cierto es que, frente a un proceso insurreccional, no solo es difícil, sino que parece insólito que alguien permanezca neutral. Recuérdese que, en nuestro ejercicio inicial, imaginábamos que tal Estado era tan tiránico y el pueblo lo pasaba tan mal que no parece sensato que alguien quede dentro del pueblo sin tomar partido por el pueblo. Pero volvamos a la compleja realidad. Existen dos tipos de civiles que quedan entre el Estado y la revolución, y de los cuales nunca se habla a menos que convenga.

 El primer tipo de civil es ese individuo que se asoma inexpresivo por su ventana a observar la trifulca callejera entre insurrectos y fuerzas de orden, esa cara que no dice nada y, pasado un rato, corre su cortina y vuelve a sus labores. El ciudadano neutral puede existir, no es un arquetipo fijo, no es que no tenga opinión, aunque puede que no la tenga. Tampoco es que jamás tome partido, aunque puede que jamás lo haga. Este ciudadano suele tener una cosa en mente: sus propias cosas. Puede ser su familia, frecuentemente su trabajo, puede ser flojera de saber qué pasa en el país, puede ser miedo, puede que no tenga interés en nada o que se levante cada mañana y cruce con indiferencia entre las barricadas para acudir al trabajo. Puede que todo lo que desee es que pase luego la contienda para seguir trabajando más tranquilo, gane quien gane.

 Apelar al despertar político de este civil no es tarea fácil. Frecuentemente no tiene los incentivos para hacerlo porque es demasiado práctico o apático para ello. El Estado comete el error de sobreestimar a este tipo de civil, lo usa propagandísticamente como un ciudadano bastante ideal, ya que se dedica a trabajar y querer estar en paz y nada más. El Estado le pide al revolucionario que detenga sus acciones para que el civil apático pueda hacer sus labores. Con ello, el Estado pretende no tener ideología y fomentar una vida sin nada superior por lo cual luchar. 

 Los revolucionarios ven con incomodidad y desprecio a este tipo de civil y se elevan moralmente frente al Estado porque ellos sí ven un más allá en la causa por la que luchan. Aunque desprecian al civil apático, los revolucionarios se dan cuenta que se vuelve una carga para el Estado, ya que el Estado se niega a reclutar a los ciudadanos apáticos a su favor, fomentando su egoísmo, y así esos ciudadanos tampoco se motivan a apoyar al Estado, solo quedarán neutrales. Más aún, los revolucionarios suelen siempre pensar en estratagemas para, quizás, algún día, reclutar neutrales a su favor. A diferencia del Estado, los revolucionarios mantienen abiertas sus inscripciones.

 El segundo tipo de civil que queda entre el Estado y la revolución es un tabú mucho más complejo, despreciado y poco estudiado: el civil contrarrevolucionario. Este ciudadano no siempre está a favor del Estado, y aunque muestre simpatías a las fuerzas de orden, puede que no las muestre necesariamente al gobierno. Aun así, por algún motivo es contrarrevolucionario, y por ello se omite su existencia, pues el Estado no lo entiende bien y los revolucionarios lo detestan al punto de negar su existencia

 Los civiles contrarrevolucionarios puede que sí sean leales al régimen –los regímenes socialistas son más astutos que los regímenes tecnócratas y los reclutan a su favor. Pero en otros casos más complejos puede que sean civiles que ven en la rebelión un mal peor, un enemigo. Puede que sean civiles que hayan hecho el análisis ideológico de los bandos y haciendo uso de su juicio condenaron libre y voluntariamente la revolución. Puede también que se trate de un ex revolucionario desengañado o de un ex civil apático, hasta que un día los revolucionarios lo atacaron: incendiaron su fuente laboral o cometieron crimen e injusticia ante sus ojos, en fin, razones hay muchas. Lo cierto es que nadie se acuerda de ellos y ellos mismos no saben bien cómo actuar. Muchos de ellos esperan que las fuerzas de orden ganen la batalla por ellos. Los rebeldes intentan negar la existencia del civil contrarrevolucionario, a veces sencillamente lo catalogan de empresario o de estar coludido con la élite. Hay casos en que ello puede ser cierto incluso. Pero si el civil contrarrevolucionario tiene características cada vez más populares y tiene poca y nula relación con las fuentes del poder enemigo, la revolución encuentra un problema de discurso: existe gente que se niega a las “bondades” que ellos prometen. En ese punto o se los silencia a la fuerza o se los ridiculiza, pero corren el riesgo de propasarse y que eso active más resistencia civil contrarrevolucionaria.

 Los civiles contrarrevolucionarios son una veta de oro poco explorada en los procesos contrarrevolucionarios. Un caso emblemático fue su acomodo al ejército blanco antibolchevique durante la revolución rusa, aunque dicha acción fracasó y no hubo más profundización en su activación como vector politológico. En el período entreguerras en Europa central y oriental hubo una fuerte acción civil anticomunista que en algunos casos fue conducida y aprovechada por los fascismos, pero en otros casos, como Polonia y Finlandia, se mantuvo en la esfera del patriotismo. Por otra parte, durante la Guerra Fría, especialmente en Iberoamérica, los civiles contrarrevolucionarios se contentaron con llamar a la acción de las Fuerzas Armadas para combatir la insurrección, lo que los dejó en una posición cómoda, sentados en la misma oficina que el civil apático mientras ambos se enfocaban en sus propias cosas. Un legado despolitizador que en el actual contexto hace que los civiles contrarrevolucionarios de hoy estén extremadamente confundidos. Lo cierto es que su voz existe, y unida puede ser una voz que llegue para quedarse.

 LA FALACIA DEL AVANCE DE LOS TIEMPOS

 Muchos hemos oído un discurso que emerge desde los medios de comunicación e incluso desde la élite política que empieza a legislar las demandas de la revolución: “la sociedad avanza”, “los tiempos cambian”, “hay que estar acorde a los tiempos”, entre otras divisas. Primero recordemos una ecuación sencilla: lo nuevo no es sinónimo de bueno. Algunos dirán que no existe lo bueno a priori, pero les recordaremos que negar la existencia de lo bueno es una posición ideológica, no una verdad. “No hay verdad” dicen los charlatanes, pretendiendo que esa es la verdad.

 Pero no nos quedaremos mucho más en ese debate y activemos otro razonamiento: nada es casual, nada es porque sí, y, especialmente en el mundo de las relaciones humanas –especialmente políticas–, todo tiene una intención.

 Los cambios que ha experimentado la sociedad occidental han sido por siglos premeditados, pensados, ideados y, en algún punto, planificados. No se trata de teorías de la conspiración: se trata de entender, por ejemplo, la filosofía y el arte. Los cambios en los comportamientos sexuales de los últimos cinco siglos, por ejemplo, no se explican por el argumento absurdo y circular de decir que “la sociedad cambió”. El elemento clave son las vanguardias ideológicas que configuran el mundo de acuerdo con sus intereses y deseos. Luego, mediante el discurso y su socialización, van impregnando sus categorías en la población y normalizando nuevas conductas y comportamientos. No se trata de que las conductas nuevas sean normales porque sí y que se acepten porque sí, mucho menos que sean buenas por ser nuevas –dicho sea de paso, porque se prostituye la palabra “libertad” al fomentar muchas veces la excentricidad, cuyo objetivo es descentrar estratégicamente las categorías del sistema para abolirlo. Todo es lucha política, especialmente en la posmodernidad.

 Respecto a las revoluciones, el sistema supra y transnacional que tiene intereses geopolíticos para una nueva fase de control y dirección mundial tiene intereses contrapuestos de acuerdo con la ideología revolucionaria de cada país, sobre todo ponderando en cuanto beneficia esa ideología a la instauración de mayor control de estas entidades globales sobre cada población particular. En los casos de las revoluciones de características moleculares de Chile, Estados Unidos y Colombia, es favorable a los intereses supranacionales el triunfo de los revolucionarios, por ende, se ejecuta una durísima crítica y presión para que esos Estados no aplaquen la insurrección. El discurso de los derechos humanos se utiliza en estos casos para que jamás una insurrección neocomunista sea detenida, el objetivo es que triunfe la demolición del sistema, no los derechos humanos de los insurrectos.

 Por su parte, para los regímenes de Venezuela, Nicaragua y China, por ejemplo, donde la rebelión es contra el socialismo y el comunismo, las entidades supra y transnacionales se limitan a hacer llamados de mera buena intención para que no haya excesos en el uso de la fuerza, pero nada más. Es decir, estos actores que tienen intereses globales también evalúan las rebeliones de acuerdo con sus intereses y actúan en consecuencia. De hecho, suelen usar el argumento de que la gente está en lo correcto en manifestarse cualquiera sea su intención y causa, que los Estados no puedan defenderse, aunque tengan la razón y, por añadidura, lo que suceda si se cambia el régimen no importa en lo absoluto, ya que es “la voluntad del pueblo”, excepto en regímenes comunistas.

 El concepto de guerra civil hoy en día es un concepto tabú. La doctrina internacional es que el Estado nunca debe levantar las armas contra sus ciudadanos; no importa que esos ciudadanos estén generando terror, caos, violencia y crimen; no importa que el régimen político que vayan a instaurar si derrocan el gobierno sea una oclocracia tiránica, la degeneración de degeneraciones. Esos ciudadanos no deben ser detenidos en sus intenciones, las policías deben bajar las armas y volver a sus cuarteles a tomar siesta, y los civiles contrarrevolucionarios no tienen ningún derecho a reclamar nada, aunque sean asesinados por los insurrectos. Pero ojo, cuando la rebelión es contra un régimen comunista, la doctrina internacional es llamar al diálogo y a no desestabilizar el país.

SEAMOS HONESTOS, ESTO SÍ ES INSURRECCIÓN, Y TRAERÁ CONSECUENCIAS

 La estratagema política es muy antigua y la falsa bandera y propaganda engañosa también lo es. Volvamos, por un momento, a nuestras reflexiones iniciales: si la causa que motivaba a la “protesta social” en Chile era tan justa, ¿era necesario acusar la existencia de centros de tortura por parte de Carabineros en Metro Baquedano, siendo que fue un recurso discursivo ampliamente demostrado falso y por el cual nadie cayó y nunca se aclaró públicamente?, y así sucede con muchas otras prácticas de mentira y montaje sistemático para contaminar la percepción del observador y reclutarlo para lo que efectivamente esto es: una insurrección. La deshonestidad en la supuesta búsqueda de justicia se ha vuelto costumbre. Eso nos debería parecer, por lo menos, llamativo y contradictorio. ¿Realmente quiere usted pasar a la historia como alguien que buscó justicia mintiendo y condenando inocentes por lograrlo?

 También es posible destacar cómo se entremezclan en ataques contra la autoridad las acciones de guerrilla urbana con armamento de guerra entre medio de bailes y performances de feministas y “disidencias” sexuales. Esta heterogénea suma de elementos por lo menos es llamativa para que el lector reflexione que algo del modelo revolucionario cambió y que algo no se ajusta a los cánones normales de lo que antes se entendía por rebeldía. ¿Qué lleva a que el pueblo que pasaba “hambre” y padecía injusticia y miseria se rebele ante el rey introduciéndose artefactos en el ano y pase de la nada a contraatacar a los soldados de la nación con armamento envidiable de última generación proveída gracias a dinero del narcotráfico?

 ¿Qué lecciones nos deja esta mezcla de indefiniciones y mixturas confusas que configuran los procesos de “descontento social” contemporáneo? Sencillamente que esto no es inocente, que el modelo revolucionario cambió, que se trata de un modelo propio de la posmodernidad, pero solo es eso, un modelo nuevo, una estrategia nueva, que incluye todos esos elementos de marginalidad y excentricidades como parte de un mismo discurso, una sola unidad heterogénea que amenaza con cambiar para siempre lo que somos, y que esto es sin quejarse después. No existirán esos supuestos cambios de configuración socioeconómica sin una transformación denigrante de lo que es el ser humano como totalidad.

 Insurrección es insurrección, la realidad es lo que es y tarde o temprano pasará por su casa a cobrarle la cuenta. Usted no puede pretender, en el caso de la insurrección chilena, que se acaben las AFP y que le devuelvan a tontas y a locas su dinero de las pensiones (matando su ahorro y condenando la economía general del país) y que, al mismo tiempo, las feministas el día de mañana no acusen a su hijo injustificadamente de violación mientras los narcotraficantes y sicarios se adueñan del barrio en el que ha vivido toda su vida. Todo eso es parte del mismo paquete, le guste o no, porque son los mismos titiriteros detrás. Instrúyase y después tome partido, no vaya a ser que después lamente lo que apoyó por ingenuidad e ignorancia.

 Como el lector puede apreciar, una rebelión contra lo establecido es bastante más compleja que “los malos” contra “los buenos”, pues en ambos bandos puede haber sombras y luces dependiendo del contexto, pero corresponde al vigor de nuestros principios identificar con sabiduría lo que está ocurriendo y quien merece nuestro apoyo y, si es preciso, si simpatizamos más con un bando y tiene errores en sus planteamientos, ayudar a enrielar a ese bando en el camino de la justicia y la virtud. Sin excelencia y honestidad de corazón nuestra causa siempre será una causa perdida.

 
Anterior
Anterior

W.I.T.C.H: BRUJERÍA Y CONTRACULTURA DE LOS 60’

Siguiente
Siguiente

LA REAL AMENAZA APOCALÍPTICA DE LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL