EL PROBLEMA DEL ARGUMENTO “EVOLUTIVO” Y EL PROYECTO CONSTITUCIONAL

 

Desde el acontecimiento de la Revolución francesa, un argumento en especial se ha instalado en la lógica de la civilización occidental: el avance irrestricto hacia algo mejor. Los filósofos y pensadores ilustrados de mayor influencia han incorporado al sentido común de las personas esa noción de que cualquier cambio hacia adelante será, siempre, mejor que lo anterior. Para ellos, las glorias pasadas o épocas de oro no son más que anacronismos propios de reaccionarios. Siempre que se mire hacia el frente, olvidando las cadenas que nos atan, pesadamente, hacia lo que pasó, podremos mejorar sustancialmente nuestra vida, tanto material como espiritual[1].

 Dicha lógica, aunque sin sorpresa, se ha avenido, también, a las discusiones locales, tales como la que nos asiste hoy ad portas de la votación de diciembre: la aceptación o rechazo del proyecto constitucional elaborado por la Comisión de “expertos” y el Consejo constitucional. Francisco Orrego, representante de la campaña “Con mi plata no”, y panelista del programa “Sin filtro”, así como invitado regular de la Radio Agricultura, en algún momento, espetó que esta Constitución, el proyecto como tal, era una evolución pues nos colocaba, de alguna u otra manera, a tono con los avances y desarrollos que se hacían en distintas materias que forman parte de la agenda política internacional. Sorprendido, pensé que en redes sociales habría algún tipo de réplica, la cual, lamentablemente, nunca llegó.

Es evidente que, tras ese tipo de argumentación -caso parecido al de Cristóbal Bellolio quien, apenas arribado Gabriel Boric a la presidencia, manifestó estar esperanzado, pues el gobierno de este nos colocaría “al día” en diversas materias en las cuales estábamos “en falta”, tales como la incorporación de la agenda LGTBIQ+ y otras varias-, nos encontramos con el viejo argumento de la inexorabilidad de la evolución hacia cierto estado de la cuestión en que las condiciones son mejores que lo inmediatamente anterior. Por supuesto, este tipo de razones, influyentes de cierta manera a la hora de analizar determinados fenómenos, especialmente políticos, adolece de ciertos problemas que espero ser capaz de ilustrar en mis siguientes palabras. En específico, quisiera aludir a tres aspectos que me parecen relevantes: el argumento implica, primeramente, un comienzo azaroso y ficticio desde un punto “0” imposible y desdeñoso de la Historia; además, como segundo elemento, ha justificado los peores atropellos a la Humanidad; sin dejar de mencionar, como tercer aspecto del asunto, el que en ella puede ocultarse perfectamente un situación peor y no mejor que lo anteriormente experimentado. Pasemos, entonces, al análisis.

Mencionaba yo arriba que uno de los problemas de este argumento es su punto de partida. El concepto de “evolución”, tan popularizado por los estudios darwinianos, implica siempre que el siguiente paso o estadio evolutivo es mejor o un adelanto en comparación a las etapas anteriores. El Homo sapiens, aparecido hace unos 300.000 años a.C., por su capacidad craneal, la invención del lenguaje, expresión artística o capacidad eidética, representa un avance significativo con las capacidades y maneras que detentaba un Homo habilis (2,4 millones de años a. C.) o un Australopithecus afarensis (unos 4 millones de años a.C. aproximadamente). Los conceptos de adaptación, fuerza y capacidad genética se volvieron famosos y se pretendió, de cierto modo, llevar esta lógica a estudios históricos y/o sociales que reflejarían, de cierto modo, este supuesto avance, aunque a partir de otros conceptos. Hijos de esos postulados –no netamente darwinianos, cabe aclarar- son, por ejemplo, Auguste Comte, Hegel y Marx. Los tres, como bien nos recuerda el premio nacional de Historia, Bernardino Bravo Lira, en Grandes visiones de la historia (2010), tienden a mirar esta como un recorrido que implica, siempre, un trayecto hacia “lo mejor”, sea esto el paso hacia un estado científico, al reconocimiento cabal del Espíritu en sí mismo, o el socialismo sin clases: el paso hacia una situación mejor es posible. Independiente de aquello que sea necesario para lograr la concreción de ese camino, al final de este, nos espera el cielo en la Tierra. Sin embargo, en este proceso de evolución hacia cosas mejores, está inserto el desdén por lo anterior. Los estados teológicos y metafísicos, en Comte, por solo dar un ejemplo, son necesarios, pero significativos de la barbarie o ignorancia humana. En Hegel, el Espíritu, por razones inabarcables en profundidad para este escrito, se extraña a sí mismo, se divide (principium individuationis), y el ser humano, cuando llega a su plena conciencia, se convierte en el vehículo a través del cual ese Espíritu se reconoce a sí mismo y procura deshacer esa partición en “individualidades” para volver a ser un Todo. En Marx, la Historia es el relato de los diversos sistemas opresivos que se han concretado y el cómo el hombre debe superar esta situación para lograr una sociedad sin clases. Siempre existe, en estas posturas, como puede verse, un desdén por lo anterior, y un anhelo por un nuevo comienzo, el punto o anomalía “0”, desde el cual el hombre se proyectaría hacia el futuro. Es lo que identificó Edmund Burke cuando analizó tempranamente el fenómeno de la Revolución francesa. En ella, el ataque a la Iglesia y al pasado monárquico era la búsqueda, nos diría el autor en “Reflections on the Revolution in France” (1790) de ese nuevo comienzo, haciendo añicos la tradición y, con ello, destruyendo la historia de Francia.

Como se ha planteado, Francisco Orrego y otros han esbozado argumentos parecidos, indicando que este proyecto constitucional no solo sería mejor que la anterior y que la propuesta presentada por la Convención en 2022, sino que sería un paso evolutivo. Con todo, en otro programa, Orrego manifestó que, obviamente, esta Constitución propuesta tendría la virtud de insertarnos en la vanguardia internacional sobre los temas que trata, pero que sería fruto –como si oliera el problema de su argumentación- de una larga tradición constitucionalista. Lo mismo quiso plantear J.L. Ossa Santa Cruz en “Chile Constitucional (2020): las diversas constituciones son fruto de las anteriores. Pero, ¿es eso cierto? Más allá de que cada vez que se ha querido elaborar reformas constitucionales se ha mencionado que solo son “cambios” al articulado vigente en ese momento, la verdad sea dicha, nunca han sido solo eso. Cuando se promulgó la Constitución de 1925, se planteó ser una reforma a la Constitución de 1833, no una que viniera a reemplazarla por completo. La de 1980, supuso una mera reforma de aquella del 25’ y fue uno de los instrumentos que la Comisión Ortúzar tuvo en sus manos para elaborarla. Por lo mismo, salvo las reformas de Lagos de 2005, que el mismo presidente de entonces calificó de “nueva Constitución nacida en democracia” –de lo cual, por supuesto, se desdijo unos años después para apoyar las demandas por una nueva Constitución-, todos los nuevos instrumentos constitucionales han pretendido ser herederos de las anteriores. No obstante, aquello, han supuesto modificaciones de gran alcance, cambio de lógicas que, por obvias razones, implican que fueron nuevas cartas magnas y no meramente reformas continuistas. Por ejemplo, instalar un Estado de Bienestar, como pretendió la Constitución de 1925, cambió todo lo que se suponía era el Estado y lo que este podía hacer en comparación a lo que le permitía la de 1833. El Estado supuestamente “neoliberal” de la Constitución del 80’ implicó un retroceso eventual de este en el aprovisionamiento de derechos sociales, cambiando el espíritu que estaba detrás de la Constitución de Alessandri. De este modo, es imposible pensar que exista una “tradición” constitucional y que, por obvias razones, este proyecto es, como dice Orrego, un paso hacia adelante y, por lo mismo, desdeñosa de nuestro pasado.

Por otro lado, el problema de apostarnos en este punto o anomalía “0”, es que, desde aquí hacia el paraíso prometido, existen muchos baches. El camino está lleno de obstáculos; sin embargo, la fe en llegar al final jamás se pierde. Es que esta visión de la historia como una evolución implica creer que se puede llegar al final, y, por ello, rebosa de un optimismo demasiado ingenuo como para ser “de este mundo”. La diosa Razón, nos diría Robespierre, nos guía en este camino, lo cual hace a la marcha de la Humanidad, una de carácter inexorable. Tarde o temprano, la humanidad debía avanzar hacia estados de mayor comprensión científica de la realidad, diría Comte, o hacia la agudización de contradicciones que empujaría al proletariado a emanciparse, espetaría Marx. Así, se pretendió que la Historia seguía un cierto guion, imposible de detener, en un teatro del cual el hombre solo era espectador. Parecido argumento al de aquellos que, como Fernando Atria, nos describen los derechos sociales como el siguiente estadio evolutivo, tras la aceptación de los derechos civiles y políticos: una consecuencia del reconocimiento de la dignidad humana[2]. De este modo, al igual que Hegel, aquellos que argumentan de esta manera, felices ven como Napoleón entra a Jena, rompiendo con el arcaísmo del orden anterior: es la Historia en su marcha inevitable.

El problema, en todo caso, se hace presente cuando nos damos cuenta que la Historia ha cobrado sus víctimas. Entre los muertos por la guillotina francesa y aquellos que sucumbieron bajo el “avance inexorable” de la Revolución cultural en China, sumados a los que se opusieron a las purgas del partido bolchevique en Rusia y a los disidentes cubanos, acumulamos millones de perecidos, vejados, denostados, por la marcha inexorable de los tiempos venideros. A ellos apuntaba el filósofo austriaco, Karl Popper, cuando dedica su libro “The Poverty of Historicism” (1936) a la “(…) memoria de los innumerables hombres y mujeres de todos los credos, naciones o razas que fueron víctimas de la creencia fascista y comunista en las leyes inexorables del destino histórico”. La marcha de la Historia no es inevitable o insoslayable, el ser humano puede evitarla. En la medida que se toma conciencia, se puede, con rebeldía, como aquella a la que nos llamaba Albert Camus en “L’Homme Révolté” de 1951: decir “No”. Cualquier otra cosa es disolver la agencia moral que todo hombre posee al momento de evaluar y justificar sus actos. Cuando es la Historia la partera de los eventos que ocurren en ella misma, cuando es el Espíritu el que se está reconociendo a sí mismo para completarse, siendo el hombre un mero instrumento de él, entonces lo que ocurre no es culpa de nadie, sino de la marcha de los acontecimientos. Por consiguiente, las víctimas de ella no son responsabilidad de persona alguna, sino del destino. Si alguien es violentado por oponerse a ello, simplemente es por encontrarse en contra de la evolución imparable.

Algo de eso ha ido ocurriendo en el debate que comenzó apenas se bajaron las enmiendas elaboradas por algunos miembros del partido Republicano que buscaban reponer el quórum de los 2/3 y otros temas sensibles para la derecha, aunque se ha visto con mayor ahínco en el último tiempo, cuando quedan solo algunas semanas para la votación. Algunos de nosotros han sido sindicados de mezquinos, soberbios (como en el caso de Teresa Marinovic), incluso nos han querido quitar nuestros justos títulos otorgados tras el esfuerzo de años. Nos han sindicado estar haciendo cálculos electorales (caso de Vanessa Kaiser), nos han gritoneado (Claudia Ormeño), o nos han adscrito al partido comunista solo por pensar contra “el avance civilizatorio”, la “evolución” que implica votar “a favor” del nuevo proyecto. Dios no quiera que pueda escalar todo a algo más, pero las amenazas han sido notables[3].

Por último, pero no menos importante, es claro que tal “avance” en verdad pudiese ser un retroceso. La Revolución francesa, por ejemplo, comenzó siendo una demanda que, en cierto modo, era justificada. Tras el argumento de la “razón de Estado”, elaborado por el Cardenal Richelieu, el rey de Francia pudo ocultar que la satisfacción de sus deseos era “materia de Estado”. Bajo la óptica de que tal o cual medida eran “razones de Estado”, todo podía justificarse, incluso los caprichos reales, en aras del pueblo francés y su gloria. Sin embargo, los años pasaron y, mientras en el palacio de Versalles se vivía con toda la pompa y lujo que el esfuerzo de los galos podía proporcionar a su rey, ellos apenas subsistían. Así, comienzan las revueltas que llevarán del timorato llamado real a los “Estados generales”, a la Toma de la Bastilla y, finalmente, al régimen del terror, que decantará con la aparición de Napoleón y sus ímpetus por llevar las lógicas de la razón a toda Europa. ¿Cómo es que, queriendo destruir la monarquía anterior, terminas instalando a otro monarca autonombrado como lo fue Bonaparte? Analicemos otro ejemplo. La situación económica de la Rusia zarista era paupérrima. Se culpaba de todo a los caprichos reales y a una guerra entre la Madre Rusia y el Imperio Japonés que dio por el traste con las expectativas rusas de dominar Manchuria y Corea. Entonces, aparecieron los resentidos de siempre para envalentonar a la clase obrera rusa, compuesta especialmente por campesinos, para levantarse en armas. Lo que comenzó siendo una esperanza de ampliación democrática, terminó convirtiéndose en una tiranía. Muerta la dinastía Romanov, Lenin se hace con el poder entero. Entonces, tras la revolución de octubre, tal como lo atestigua Mauricio Rojas en “Lenin y el totalitarismo” (2017), comienza el aleccionamiento y las purgas: primero, con los obreros urbanos, luego, con el pueblo campesino, para, finalmente, iniciar las matanzas y la violencia en los propios soviets. En un par de años se pasó de las ansias democráticas al terror totalitario.

¿Cómo se pudo terminar así? ¿Es esto un avance o un retroceso? ¿Puede que se pierdan muchos elementos valorables en esta marcha hacia la tierra prometida? En “El tema de nuestro tiempo” (1923), el filósofo español Ortega y Gasset aclara que es parte de nuestra obnubilación actual moderna esto de creer que todo tiempo pasado fue un obstáculo o cadena al desarrollo humano, y que lo nuevo es, necesariamente, mejor. En cambio, bien analizado, nos advierte el filósofo, puede que mucho de lo innovador no sea más que un retroceso. Dentro del contexto constitucional que discutimos, por cierto, existen muchos avances. Con todo, y solo por dar un ejemplo, no se puede creer que reconocer derechos colectivos a los indígenas (artículo 5°.1) sea un adelanto. ¿Por qué habríamos de considerar un salto evolutivo el que ciertas personas no solo detenten derechos individuales, como todo ciudadano, sino también colectivos por determinado color de piel o raza? ¿Podemos concebir el romper con la lógica de la igualdad ante la ley, reclamación carísima para los tiempos en que se exigía, como un avance civilizatorio? Véase que esto puede ser aún peor al momento de analizar la propuesta con mayor profundidad. En el Capítulo IV, artículo 51°, punto 2°, se establece que la ley deberá buscar mecanismos especiales para fomentar la participación indígena en el Congreso. De nuevo, ¿por qué ellos y no todos los demás? ¿Qué tienen de especial? Los liberales progresistas como Carlos Peña o Cristóbal Bellolio lo ven como una demanda por justicia de grupos históricamente oprimidos. Entonces, ¿ahora la discriminación debe ser al revés o, como lo han llamado ellos, simplemente “discriminación positiva”? ¿No sería mejor que no existiera discriminación de ningún tipo, al menos, en un sentido moral? Queda claro, entonces, que Ortega tenía razón: bien puede ocurrir que aquello que se mira como un avance no sea más que retroceso. En el ejemplo, la consagración de la igualdad ante la ley sufre embates de nuevas formas de discriminación aparentemente justas, pero que la socavan fuertemente y terminan por construir escalafones morales entre los hombres.

En conclusión, el argumento evolutivo siempre ha presentado severas contrariedades. Desde que se instala esa idea revolucionaria, nunca antes vista en la Historia, como bien establece Hannah Arendt en On Revolution (1963), se ha esgrimido la posibilidad humana de construir un orden capaz de resolver todos los problemas, de integrar a todos, el hallazgo de Jauja. Dicho empeño, por supuesto, es imposible, pero sus lógicas argumentativas, a pesar de las lecciones que debiesen haberse aprendido después de la I y II guerra mundial, han sobrevivido a la crítica y aparecen nuevamente en muchos discursos que buscan justificar cambios o reformas a los órdenes establecidos, bajo la óptica de modificaciones evolutivas siempre benéficas. El proyecto constitucional que debemos votar en diciembre de este año no se escapa a ello y sus emisarios, como Francisco Orrego, olvidan los problemas de este tipo de argumentos. Era necesario denunciar estos yerros, teniendo en cuenta que muchos estiman ese argumento como uno potente para votar “a favor”, condenando al país, nuevamente a la miseria, pero, esta vez, globalmente amparado.   

      

Notas al pie de página

[1] Este es precisamente lo que pasó al momento de caracterizar a la Edad Media como una época oscurantista. Umberto Eco, filósofo italiano, ha logrado desmitificar ello. Pueden analizar varias de sus obras sobre el tema, pero en especial recomiendo su serie sobre la Edad Media publicada por el Fondo de Cultura Económica. Una pequeña muestra puede consultarse en https://drive.google.com/file/d/1q0Fmx4C3gV3HuDW4Nc68nNb2MDgsFCcJ/view

[2] Véase mis refutaciones a estas pretensiones en el ensayo “Tres razones filosóficas contra Atria” en mi libro Girar a la derecha (2021).

[3] En mi caso, se ha querido hacer una campaña para quitarme el título de profesor, al menos, en redes sociales, para supuestamente no enlodar el buen nombre de los docentes “de verdad”. No pensé que las lógicas fascistas estaban tan inmersas en el pensamiento de algunos sectores de derecha.

 
 
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