UN “FAUSTO” POLÍTICO DESDE DENTRO

 
  1. Introducción

Los clásicos de la literatura tienen esa impronta holística, ese ímpetu de análisis de todo lo humano, demasiado humano, que resulta inevitable tomar lecciones de una u otra obra. Jamás he renunciado a la idea de que Cervantes, Dante, Camus o Dostoievski –por solo tomar algunos ejemplos-, nos hablan, conversan con nosotros, nos interpelan y enseñan. En este caso, quisiera tomarme de la obra de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), en específico, de su libro “Fausto”, escrito allá por 1808, en una etapa de juventud del escritor alemán, para ser terminada en 1832, a punto de dejar de existir el autor. Esta obra clásica de la literatura alemana y universal puede hablarnos en varios códigos, conectar con varias dimensiones de la Vida, incluso en algo tan banal como pueda considerarse la política.

En lo que sigue, relataré brevemente la historia, con la pretensión de otorgar una visión global de la misma, para luego analizar de manera particular los diversos aspectos políticos del texto, aunque también cierta base filosófica que subyace a los mismos. Sobre esto último, se verá que existe una profunda crítica al hombre moderno, a la preeminencia de la razón y sus acólitos (académicos), y cómo ello repercute en una política que no puede terminar sino en desastre. Importante será el escrito para la derecha, quienes no encuentran su relato y no encontraron nada mejor que seguir los, a veces, malos consejos de Mefistófeles, eludiendo lo más importante: lo trascendente, entregándose a un relato moderno vacío y sin un camino claro.

2. La historia

Antes de cualquier cosa, en el escenario se ven al director de la obra, al actor principal y al poeta, tres personajes que no tendrán mayor incidencia, salvo porque discuten las pretensiones de lo que será representado: el director aborda el teatro desde una perspectiva financiera, por lo que buscaría obtener ingresos entreteniendo al público; el actor busca su propia gloria a través de la fama; y, finalmente, el poeta aspira a crear una obra de arte con contenido significativo. Cada persona tendrá que buscar eso en la obra, que tiene tanto de uno como de lo otro. Entonces, en el cielo comienza una discusión. Dios decide, tras la desesperanza de Fausto, conducirlo hacia Él. Sin embargo, le permite a Mefistófeles, al diablo, ponerle a prueba. Apuestan, entonces, por el alma de Fausto, mientras este aparece en escena posteriormente en un largo monólogo, sentado en su despacho de profesor universitario, contemplando todo lo que ha estudiado a lo largo de su vida como inútil, pues no está satisfecho con su comprensión del funcionamiento del mundo y solo ha determinado que, después de todo, no sabe "nada", al igual que el rey Salomón. Ni siquiera la magia le satisface. Tras dar un paseo con su colega y aprendiz Wagner, un perro le sigue. Lo deja entrar y, mientras lee la Biblia, el can se agita y aparece Mefistófeles. Este, sabiendo el desánimo de Fausto, le propone mostrarle los placeres de la vida. Al principio, Fausto se niega, pero el diablo termina por convencerlo y sellan el pacto con sangre, acordando que si Mefistófeles puede darle a Fausto un momento en el que ya no deseé esforzarse más, pero esté tan a gusto que no quiera que ese momento se acabe, entonces puede llevarse su alma.

El primer paso, entonces, es otorgarle a Fausto su juventud perdida. Tras el breve paso por un desagradable bar, Mefistófeles lleva al profesor ante una bruja, quien le vuelve joven, mientras Fausto se enamora de la imagen de una mujer que aparece en un espejo, aparentemente Helena de Esparta[1], como presagiando lo que vendrá. El deseo erótico en Fausto despierta, y entonces se fija en una joven del pueblo: Margarita, quien no cederá fácilmente a los deseos del profesor. Con todo, termina por ceder bajo las argucias y regalos del diablo, y se enamora perdidamente de Fausto, quien la engatusa para terminar por embarazarla. Encolerizado, una noche el hermano de Margarita, Valentine, sale en busca de Fausto quien, a pesar de sentirse culpable, de todos modos, le asesina en su enfrentamiento. Aunque sabe el destino trágico que le depara a ella, Fausto escapa, mientras Mefistófeles le invita a olvidar la tragedia durante la Noche de Walpurgis, en que toda la maldad se reúne en las cimas del monte Harz para juergas con el diablo. Sin embargo, se entera el profesor que Margarita, desesperada por no hallar consuelo, comete infanticidio, siendo encarcelada por ello. Tras una acalorada discusión, Mefistófeles consigue llevar a Fausto al calabozo donde tienen encerrada a Margarita. Este último intenta persuadirla para que escape, pero ella se niega porque, en su delirio, reconoce que Fausto ya no la ama y solo se compadece de ella. Al mismo tiempo, ve a Mefistófeles, y entonces Margarita se asusta e implora al cielo, mientras Mefistófeles empuja a Fausto fuera de la prisión. Así termina la primera parte.

Nos encontramos luego a Fausto apesadumbrado por todo lo ocurrido. El diablo, viendo que su deseo sexual no fue suficiente para satisfacer las condiciones del pacto, busca darle otros placeres para lograr su cometido. Entonces, le otorga fama y prestigio, como asesor del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico[2]. El imperio está en deuda y hábilmente Mefistófeles ofrece la ayuda suya y de Fausto para salvar al reino de la debacle. El artificio escogido será la creación del dinero, introduciendo el uso de papel moneda en lugar de oro para fomentar el gasto y, con ello, la economía, aunque solo en base a riqueza aparente que no existe, como son las minas de oro y plata futuras aún por descubrir[3]. La llegada del gran “asesor” se da durante las fiestas de máscaras, un extenso momento en que se describe un carnaval florentino en toda su magnitud. Este jolgorio tendrá interesantes imágenes que analizaremos más adelante. Tras el trasnoche, en presencia del sol de la mañana, Fausto y Mefistófeles hacen acto de presencia ante el Emperador, quien es avisado de que el reino se ha salvado, bendiciendo el papel moneda. Entonces, este, al igual que sus asesores, y todo el pueblo, por supuesto, comienzan una espiral de malgasto sostenido en riqueza que no existe. Notable figura la que intenta representar Goethe. Es tanta la apertura del deseo y la locura, que Fausto, compungido, le cuenta al diablo que el Emperador le ha solicitado entretenerlo, haciendo representar ante él y toda la corte el drama de Helena de Esparta. Mefistófeles le comenta a Fausto que eso es imposible, salvo que el profesor emprenda un viaje hacia lo “eterno femenino”, el espíritu engendrador, “las madres”. Las profundidades filosóficas de esto son de amplio alcance. En la nada habría comienzo, habría Ser. Recordar a Heidegger es inevitable. Logrando su cometido, Fausto es capaz de convocar los espíritus desde el Hades, pero el Emperador y los miembros masculinos de su corte critican, frívolamente, la apariencia de Paris, el raptor de Helena, mientras que las mujeres de la corte, asimismo, critican la apariencia de ella. Fausto, quien ya había visto a Helena en el salón de la bruja, se enamora perdidamente de la griega. En un ataque repentino de celos hacia Paris, que en ese momento está secuestrando a Helena en el escenario, Fausto destruye la representación y el acto termina en oscuridad y tumulto, desmayándose el profesor en la confusión. Mefistófeles recoge al catedrático y se lo lleva de vuelta a su estudio. Allí, el diablo se vestirá de académico, reanudando una conversación que tuvo anteriormente con un primeramente ingenuo estudiante de primer año, que ahora es un cínico bachillerato aspirante a escolástico. Asimismo, vuelve a tratar con el colega-aprendiz Wagner, quien está en un experimento muy particular: la creación de un ser humano, un Homúnculo. Es muy interesante la aparición de este proto-ser, en camino a ser pleno, pues, en su intrínseca maldad, es el que recomienda o convence al diablo de transportar a Fausto hacia la Antigüedad, en búsqueda de Helena. Mediante un proceso alquímico, Fausto y Mefistófeles son transportados a la "Noche de Walpurgis clásica", ocasión en que se encuentran con dioses y monstruos de la antigüedad griega. Fausto se aleja del Homúnculo y del incómodo Mefistófeles para buscar a Helena, siendo conducido por la sibila Manto al inframundo para lograr su cometido. Mientras tanto, Mefistófeles conoce a las Fórcides, tres horribles brujas que comparten un diente y un ojo, y se disfraza de una de ellas para engañar a Helena. En el intertanto, y en una imagen muy simbólica, guiado por el dios del mar Proteo, el Homúnculo es iniciado en el proceso de convertirse en completamente humano a partir del punto “0” de la creación, pero su frasco de vidrio se rompe y muere en el intento.

Entonces, llega Helena al palacio de Menelao en Esparta, acompañada de sus sirvientas mujeres, aunque un poco confundida por aparecer de nuevo con vida. A la espera estará Mefistófeles quien, disfrazado como ya mencionábamos, le advertirá que Menelao, su marido, tiene la intención de sacrificarla. Angustiada, la bella Helena le implora que las salve y el diablo las transporta a la fortaleza de Fausto, donde este último le declara su amor. Tras derrotar al ejército de Menelao que amenazaba su promisorio encuentro amoroso, Fausto se encama con Helena en unas cavernas y nace Euforión, intrépido, aguerrido y singular, pero, a la vez, insensato. Nacido de la unión entre la poesía romántica y lo clásico, se envalentona, piensa que puede lograrlo todo y que solo el cielo es el límite. En clara alusión a Ícaro, el salvaje Euforión, cada vez más audaz en su huida hacia lo alto, cae y muere, tras lo cual la afligida Helena, sin nada más por lo cual vivir, desaparece en una niebla hacia el Hades. Mefistófeles, quien ha estado todo el acto disfrazado, le dice a Fausto que conserve los vestidos abandonados de Helena, y se lo lleva a la cima de una montaña de vuelta en Alemania. El periplo por el mundo helénico ha concluido. Mientras Fausto observa una nube que se separa en dos partes, reconoce que una de ellas representa a Helena y la otra a Margarita. La nube con la forma de Helena se mueve hacia Grecia, mientras que la nube de Margarita se eleva hacia el cielo. Entonces, Fausto vuelca su interés hacia sí mismo y la dominación del mundo mediante su voluntad: su nuevo propósito superior es reclamar nuevas tierras para hacer su deseo y capricho. Detrás de ello, se pretende, está escondida la idea de controlar los elementos o incluso someter la naturaleza[4]. Es tal su afán, que Fausto se centra en desafiar y controlar el mar, reclamando terrenos cubiertos por el océano. Sin embargo, a raíz de la riqueza y poder del Emperador, estalla la guerra civil. Mefistófeles, intuyendo que esto puede afectar los planes de Fausto y, con ello, esta nueva oportunidad de quedarse con su alma, ayuda a reprimir la revuelta. Entonces, Fausto, como recompensa por su servicio militar propiciado por el diablo, consigue administrar un distrito en la playa en tanto amo y señor.

En la parte final, ha pasado un intervalo de tiempo indefinido desde el final del acto anterior, y Fausto es ya un hombre anciano pero poderoso, favorecido por el rey. Utilizando diques y presas para hacer retroceder el mar, Fausto ha construido un castillo en la tierra ganada al mar. No obstante, aquello, existe una cabaña de una pareja de ancianos campesinos y una capilla cercana que no le pertenecen. Fausto, irritado por ello, ordena que las retiren. Mefistófeles exagera las órdenes del anciano profesor y asesina a la pareja. La culpa entonces, la Sorge, sopla sobre los ojos de Fausto, quedando ciego. Todo esto motiva a Fausto a cambiar su actitud -ahora que el principal medio de engaño, la vista, que nos conecta necesariamente con lo concreto, lo intrascendente, con el mundo material- y revela a Mefistófeles sus planes para mejorar las vidas de sus súbditos, reconociendo el momento de pura felicidad que esto le implicaría y sus deseos de que ello fuese continuo. Al instante, cae muerto. Mefistófeles, entonces, reclama su alma. De repente, en el entierro, aparecen ángeles que arrojan pétalos de rosa sobre los demonios convocados por el diablo para la captura del alma de Fausto, quienes huyen de los pétalos ardientes. Mientras Mefistófeles cree haber ganado su apuesta con Fausto, en realidad había perdido su apuesta con Dios, hecha en el prólogo, de que el hombre podía ser desviado de las actividades justas. Mefistófeles, sin embargo, se mantiene firme en su pretensión y, bajo la influencia afrodisíaca de las rosas, codicia a los ángeles, quienes, mientras tanto, se llevan el alma de Fausto. Arriba le espera Margarita quien se ofrece al eterno femenino como la conductora del alma de Fausto, quien solicita ser iniciado en los misterios.

Quien haya leído con notable atención todo lo relatado, no puede quedar sino atónito ante los detalles de la historia. En su escrito, Goethe mezcla diversas creencias: católicas y protestantes, panteístas e incluso deístas, en un sinnúmero de referencias de difícil elucidación. Pero, además, elabora una crítica fulminante a diversos aspectos de la modernidad que se hacen patentes al momento de comparar el texto con lo que evidenciamos en nuestra actualidad. Intentaré explicar en qué diversos aspectos esto ocurre y cómo ello repercute en una dimensión política que la nueva derecha debiera tener en cuenta.

 3. El problema de la impronta ilustrada

Entonces, hemos de comenzar con la apreciación de la modernidad que proclama el oriundo de Frankfurt. Se sabe que Goethe formó parte de un movimiento cultural llamado sturm und drag, que se traduciría como “tormenta e ímpetu”, presagio del romanticismo alemán, cuya impronta es enaltecer la subjetividad del artista, la libertad de expresión y los sentimientos, más importantes que los límites impuestos por el racionalismo de la Ilustración francesa y alemana. De ahí entonces que este filósofo y literato vertiera importantes críticas a la modernidad racionalizante en este tratado de la locura que es su “Fausto”. Ya desde los comienzos del libro, en presencia del pacto entre Dios y el diablo, este último espeta:

 “El pequeño dios del mundo es siempre del mismo temple: tan curioso, a la verdad, como el primer día. Viviría un poco mejor si no le hubieseis dado Vos el reflejo de la luz celeste, a la que da el nombre de Razón y de la que se sirve sólo para ser la más bestial de las bestias”.

(Goethe, 1933: 68, posición 1028-1029)[5].

Entiende el poeta que la Razón es una suerte de maldición y ello repercute en una determinada actitud que el hombre debiese adquirir respecto del conocimiento racional, en tanto innecesario o inadecuado, más bien, en ciertas dimensiones a las que aspira dominar. El mismo Fausto exclamará:

Sé todo cuanto pueda saber acerca del horizonte terrestre; sólo ignoro lo que hay más allá, por no sernos permitido abarcarlo con la mirada: ¡ay del insensato que levanta sus ojos deslumbrados al cielo, que se figura encontrar más tierra y mire entorno suyo, ya que nunca el mundo fue mundo para el hombre fuerte! ¿Qué necesidad tiene el hombre de extraviarse en los espacios eternos? Todo cuanto conoce puede gozarlo”.

(Goethe, 1933: 455, posición 6972-6973).

Por supuesto, esto no quiere decir que desdeñe de la ciencia o el conocimiento como tal, sino que, al igual que el rey Salomón, abominará del atrevimiento humano por juzgar e intentar interpretar ciertas dimensiones, especialmente, lo divino, lo arcano, lo sumo, a través de la Razón: “El sabio investiga sin descanso; quiere comprenderlo todo a plena luz y es una verdadera necedad: los misterios tienen por elemento las tinieblas” (Goethe, 1933: 166, posición 2534-2536). Esta alusión a la “plena luz” no es baladí, porque comporta una crítica severa a los postulados de la Ilustración. Ello “(…) no es más que vanidad y orgullo” (Goethe, 1933: 107, posición 1629), y pareciera que “(…) todo cuanto se ha llegado a saber hasta aquí no vale la pena de haberse aprendido” (Goethe, 1933: 217, posición 3313), en tanto perdemos de vista que “Vivir y amar, he aquí el mayor de los goces que le es dado al hombre experimentar en la vida” (Goethe, 1933: 362, posición 5544-5547). En el conocimiento no estaría la felicidad del hombre, en contraposición a las palabras de Aristóteles; sin embargo, parecemos condenados. El mismo Fausto le confesará a Wagner, su condiscípulo, mientras miraban hacia el horizonte en su caminata fuera de la ciudad: “Tanta belleza debería bastarme, tal espectáculo debería contentar mi vista; sin embargo, mi deseo va siempre más allá”. (Goethe, 1933, 249, posición 3805).

Es una condena vivir aspirando a más, la cruz que cargamos, sin duda alguna. Lamentablemente, Goethe se da cuenta que la Ilustración ha traído consigo, además, un nuevo tipo de hombre que busca recrearse a sí mismo, reinventarse, deshacerse y volverse a hacer a la luz de las teorías, del lenguaje y del conocimiento, buscando convertirse atrevidamente en un Todo. Por supuesto, ante esa lógica, Mefistófeles no puede ser más sardónico al comentar con Fausto, en una discusión sobre la naturaleza divina: “Si lo soy todo, debo también ser necesariamente estúpido” (Goethe, 1933: 159, posición 2433-2437), y burlón al momento de discutir, vestido de profesor universitario experto, con el estudiante de primer año, a quien le recuerda que con palabras: “(…) puede discutirse perfectamente y hasta puede fundarse un sistema. Se puede creer perfectamente en las palabras (…) (Goethe, 1933: 58, posición 879-880), pero que “(…) toda teoría es en sí tan árida como verde y lozano es el árbol de la vida” (Goethe, 1933: 10, posición 146-148). Todavía más, este nuevo hombre, al igual que el Fausto desesperanzado y hastiado de la vida que conversa con Mefistófeles, pretenderá: “(…) dominarlo, quiero poseerlo todo. La acción lo es todo, la gloria no es nada” (Goethe, 1933: 320, posición 4904-4905), olvidando lo que hallará después, muerto Euforión, su hijo, e ida Helena de sus manos: “(…) no es sólo el mérito, sino también la fidelidad, lo que salva al hombre” (Goethe, 1933: 317, posición 4853).

He aquí entonces el problema central del hombre moderno y de la modernidad en sí: hemos tergiversado la naturaleza divina porque la hemos racionalizado, y hemos asumido que nuestro actuar, si está bien dirigido, debe ser recompensado en tanto meritorio y, mientras así sea, seremos felices. Sin embargo, la fe es un componente tan importante, especialmente cuando este permite entender que la Razón no lo puede todo, que otros aspectos de lo humano se acercan más a los misterios divinos, y que no merecemos nada:

El que todo lo posee, que todo lo contiene, ¿no te sostiene a ti y a mí y a Él mismo? ¿No ves redondearse allá arriba la bóveda del firmamento, extenderse aquí abajo la tierra y elevarse los astros eternos, contemplándolos con amor? ¿Acaso mis ojos no ven los tuyos, y no afluye todo a tu cerebro y a tu corazón, y no obra invisible, visiblemente, en derredor de ti, en un eterno misterio? Llena tu alma de él por profunda que sea; y cuando, saturada de ese sentimiento, te sientas feliz, dale entonces el nombre que quieras; llámale dicha, corazón, amor, Dios. Lo que es yo, no sé cómo debe llamársele. El sentimiento lo es todo, el hombre es sólo humo que nos vela la celeste llama”.

(Goethe, 1933: 131, pos. 2005-2006).

El hombre que “vela la celeste llama” es ese que se ha habituado a que, a través de la Razón, puede desvelar el Universo. Con todo, no se pretenda, advierto nuevamente, que se rechaza el conocimiento y la ciencia, sino la pompa que hacen algunos de ella y sus posibilidades. Por eso un elemento central de la crítica de Goethe se dirige, en palabras del mismo diablo, a los profesores, los académicos, que creen que, por poseer un doctorado, tienen las llaves de la arcana otredad[6]

Deseos tengo, a fe mía, de hacerme con ese ropón caliente y grosero y pavonearme nuevamente como un doctor con la idea de su propia infalibilidad. Sólo los sabios pueden llegar a este sentimiento que el Diablo hace ya tiempo que perdió”.

(Goethe, 1933: 213, posición 3259).

Esos pomposos académicos no entienden que “(…) vuestra cabeza calva no vale mucho más que los cráneos vacíos que hay allí” (Goethe, 1933: 217, posición 3321-3323) y cuyas teorías no son más que “(…) modesto [s] castillo [s] de naipes; no obstante, el espíritu más sólido no llega nunca a construirlo completamente” (Goethe, 1933: 213, posición 3261-3264). Son ellos quienes se tomarán, me temo, el escenario político, y se instalará, en definitiva, la denostada influencia “tecnocrática” de Estado moderno, objeto de nuestra siguiente reflexión.

4. La Racionalización de lo político

Comentábamos más arriba que la impronta ilustrada es aquella en que el sujeto se vuelve supuestamente autosuficiente, minusvalorando la fe en pos de instaurar el régimen de lo meritocrático. Este hombre que pone toda su fe en la Razón y que la cree lo suficientemente poderosa para indagar en lo eternamente arcano, ha producido sin sentidos en todos los niveles, siendo ello la maldición de este “pequeño dios”, como dice Mefistófeles. Y esto ocurre asimismo con el Estado, cuya eventual grandeza descansa en que se le cree capaz de todo. La descripción que hace Goethe de este Estado elefantiásico es notable por su contraste con el convencimiento hegeliano de que estamos ante la mayor expresión de los frutos de la modernidad. En el carnaval florentino, Goethe describe a este Estado tal como sigue:

Aquí viene un monte con sus laderas orgullosamente revestidas de variados tapices, con su boca provista de largos colmillos y una enorme trompa que se mueve como las serpientes; es un enigma del que os doy la clave. Lleva sentada en su nuca a una mujer graciosa y delicada, que le dirige con maestría sin más auxilio que el de una frágil varita. Hay otra mujer sentada en su cumbre, majestuosa y soberbia, circuida de un resplandor que deslumbra. A su lado van dos mujeres cargadas de cadenas; en el rostro de una se ve pintada la inquietud; en el de la otra, la alegría; esta última desea la libertad, aquélla se siente libre”.

(Goethe, 1933: 176, posición 2699-2701).

Según los editores del libro que pude conseguir, la mujer que dirige al elefante torpe, aunque enorme, que es el Estado, es la prudencia. Podemos interpretar la varita como la fuerza que debe ejercer para dirigir correctamente al elefante, cosa imposible por medio de tan pequeño adminículo. Además, habría otra mujer sobre él, que representa a la victoria. Allí ya podemos ver que el elefante estaría dispuesto a hacer su voluntad en pos del dominio. Las otras dos mujeres que van encadenadas, representan el temor, probablemente a cualquier modificación o cambio de las circunstancias y esta interpretación no es antojadiza, pues, recuérdese, ella “es libre”, ya lo es en efecto; sin embargo, la otra mujer cargada de cadenas es la esperanza, que está llena de alegría, pero desea la libertad. Es decir, la última es el rostro de la mujer que desvía el camino de los pueblos, aquellos que, con ella, la esperanza, se entregan al frenesí de los cambios desde el Estado y para él, pero que no se siente libre, sino que quiere serlo, cuando siempre lo fue, ergo, de ahí se entiende la compañía y presencia del temor, por esos posibles cambios advenedizos. El Estado no es más que esa bestia a través de la cual se forjan demasiados fracasos.

Nótese que todo esto tiene sentido, además, cuando Goethe analiza lo que ha ocurrido con el Derecho, instrumento sine qua non el Estado no es viable. En palabras de Fausto se ha perdido el derecho de antaño, el tradicional, en desmedro del hombre:

Las leyes y los derechos se suceden como una eterna enfermedad; se les ve pasar de generación en generación y arrastrarse sordamente de un punto a otro; la razón se convierte en locura, y el beneficio en tormento. ¡Desdichado de ti, que eres hijo de tus padres…! En cuanto al derecho que nació con nosotros desgraciadamente no se trata nunca de él”.

(Goethe, 1933: 57, posición 864-865).

Lo que pasa, entonces, con las nuevas generaciones que se van presentando tras la instauración de la modernidad, es que, además de entregarse a los desvaríos del Estado elefantiásico, pierden la tradición, lo que somos, adeptos ahora a la eterna novedad, rechazando lo anterior. El diablo le replica a la señora que tiene por compañía “(…) veo que no comprendéis bien los tiempos presentes; lo hecho, hecho está; procuradnos novedades, porque sólo nos llama la atención lo nuevo” (Goethe, 1933: 142, posición 2177), y entonces ya no nos podemos confiar en el orden establecido, sempiterno, ni en cosa alguna, puesto que “(…) hemos concedido tantos derechos que no nos queda ya derecho sobre nada” (Goethe, 1933: 163, posición 2496-2497). Y esto se relaciona con que le hemos otorgado tanto al Estado, al único llamado a satisfacer esos derechos, ya que “Quien tiene la fuerza tiene el derecho” (Goethe, 1933: 455, posición 6966-6968) como nos diría un arrepentido Fausto, a ese elefante pretendidamente guiado por la prudencia, pero incapaz de no seguir sino a la victoria.

Pero, ¿no es el caso que el gobierno debiese tener esa racionalidad de la que habla Hegel? ¿Ahora que es asesorada por los técnicos, los sabios, no debiera andar en mejores pasos, mucho menos proclive a los extravíos? Y he aquí una figura que nos representa notablemente el autor alemán: el Emperador se hace acompañar del astrólogo, del sabio, pero también del loco. Al momento que Mefistófeles ofrece la solución a los problemas del Imperio, se le pregunta al astrólogo su parecer, y en ese preciso momento el diablo le inspira para que dé su parecer. Es interesante como esto se adelanta a las críticas que posteriormente hará Weber sobre la relación entre la ciencia y la política[7]. Se dirá entonces: “—¡Un loco y un visionario, tan cerca del trono! —Recordemos el antiguo proverbio: el loco sopla y habla el sabio” (Goethe, 1933: 163, posición 2497-2498). Las autoridades académicas, los tecnócratas, están tan afectos como cualquier mortal a los desvaríos y a los pecados del hombre. El orgullo de aquellos que se han acercado cada vez más al ejercicio del conocimiento es impresionante, según el mismo diablo, dada su condición reconocida socialmente. El mismo Mefistófeles jugará con eso al momento de acercarse, tras el desmayo de Fausto ante su arrobamiento por Helena cuando invocaron el alma de esta última y de Paris, ante el colega de Fausto:

 “¿Quién no conoce al noble doctor Wagner, hoy el primero en el mundo sabio? Él solo lo sostiene todo, él es quien cada día aumenta los tesoros de la ciencia; millares de oyentes, ávidos de saber, se agrupan en torno suyo; sólo él brilla en la cátedra; él dispone de las llaves como San Pedro, y él quien os abre los mundos superior e inferior. No hay gloria digna de su fama y su esplendor; ha eclipsado hasta el mismo nombre de Fausto. Sólo él lo ha resuelto todo”.

(Goethe, 1933: 216, posición 3298-3300).

Su sapiencia abre los portales de este y el otro mundo, solo ellos son los capaces de guiar a ese Estado y su líder por el buen camino, pues disponen de “las llaves de San Pedro”. Y de este mismo atrevimiento, en consonancia con el olvido de la tradición, beberán los jóvenes, los mismos que se aprestan a formarse en el conocimiento y en la rebeldía de la Razón. El diablo lo ve, exasperado, por la conversación con el estudiante de primer año con quien tiene una conversación antes de llevarse a Fausto, y cómo lo encuentra ahora tras un tiempo:

¡Tal es la misión santa de la juventud! El mundo no existía antes de que yo lo formase; yo soy el que hice brotar el Sol del seno de las ondas y empezaron conmigo su curso las revoluciones de la Tierra. El día empezó a brillar en mi camino, a mi llegada se cubrió la tierra de verdor y de flores, y a una señal mía apareció en la primera noche el cielo tachonado de estrellas. ¿Quién, sino yo, os libró de las preocupaciones en que vivíais? En cuanto a mí, libre sigo los impulsos de mi fantasía, recorro alegre el camino que me traza en mi luz interior, viendo con arrobamiento la calidad ante mí, y detrás de las tinieblas”.

(Goethe, 1933: 218, posición 3333-3334).

Esta santa juventud rebelde, eterna creadora, tendrá un papel primordial en las nuevas dimensiones de la política que conocerá la revolución como un nuevo elemento nunca antes visto, tal como plantea Arendt, tiempos en que, la verdad sea dicha:

Uno se apodera de un rebaño, otro de una mujer; aquel roba el cáliz, la cruz o los candelabros del altar; y, sin embargo, les vemos alabarse de ello y gozar del fruto de sus rapiñas años y más años. Cuando llegan las quejas hasta el tribunal y el juez se decide a ocupar su puesto, empieza el torrente revolucionario a rugir cada vez más furiosamente, porque quien se apoya en altos cómplices puede gloriarse de su infamia y sus crímenes, y sólo veréis pronunciar la palabra culpable contra el inocente”.

(Goethe, 1933: 160, posición 2440-2441).

¡Qué imagen más clara de la revolución!

 5. El “Homúnculo revolucionario”

El proyecto revolucionario siempre utiliza a los jóvenes, en tanto son ellos los que, con más rebeldía, se lanzan contra lo establecido. Especialmente porque, además, les acompaña la convicción de estar haciendo justicia. Los académicos, paladines de la racionalización, procuran que sea la juventud la que enfrente la lucha por trastocar el orden, pues están más colmados de deseos de cambio e innovación, en resumen, de vivir. Así le describe el filósofo Tales de Mileto a Proteo, dios marino, durante la noche clásica de Walpurguis, la “persona” del Homúnculo: “(…) el niño aquí presente está animado del justo deseo de vivir” (Goethe, 1933: 259, posición 3961-3961). Nótese la palabra “justo” que acompaña al deseo de vivir del Homúnculo, ser anti-natura por excelencia. Pareciera ser que la justicia que trae aparentemente consigo tiene que ver con traer un nuevo orden al mundo y que, en ello, le es permitido equivocarse, pues su intención es meramente vivir. Hablando de llevar a Fausto a los brazos de Helena, el Homúnculo le comenta a un perdido Mefistófeles: “No hay gran proyecto que en un principio no parezca insensato; pero en lo futuro podremos desafiar al acaso, y a partir de ahora también un pensador producirá un cerebro capaz de pensar con toda perfección (Goethe, 1933: 227, posición 3472-3475). Esto, que puede parecer una sobre interpretación sobre las intenciones malignas del Homúnculo, se vuelve más claro al momento de saber hacia dónde se dirige y por qué lo hace. Ya arribados hacia la noche de Walpurgis clásica, el Homúnculo se separa de Mefistófeles y Fausto, para ir en búsqueda del inicio, del comienzo inexorable. Tales de Mileto, nuevamente, le explica a Proteo las intenciones del Homúnculo, quien le busca con ahínco: “Cede al loable deseo de empezar la creación por el principio” (Goethe, 1933: 439, posición 6723-6724). Entonces, el Homúnculo, el proto-hombre busca “la anomalía 0”, unirse al seno de la Nada, para saber “(…)  cómo puede uno nacer y cómo transformarse” (Goethe, 1933: 261, posición 3996-3997).

Sin embargo, ¿para qué busca transformarse? ¿Solo para lograr su forma definitiva? ¿Qué consecuencias puede ello traer? Póngase atención a lo planteado por Tales de Mileto al conocer las intenciones del Homúnculo:

La obra de la tierra, sea cual fuere, es siempre una miseria. La onda es a la vida mucho más propicia. Proteo-Delfín te llevará al seno del mar eterno. (Se transforma.) ¡Ya está! En él te aguardan los más altos destinos; voy, pues, a tomarte sobre mis hombros y a unirte con el Océano”.

(Goethe, 1933: 265, posición 4050-4051).

La filosofía guiando al ser demoniaco hacia los abismos del comienzo, puesto que toda obra en la tierra es pura miseria. Lo humano, lo alcanzado, el orden planteado, es miseria, y solo queda transformarlo y, para ello, hemos de volver a la base. Queda claro que el Homúnculo es un ser revolucionario, por su desdén hacia la tradición, y su búsqueda de recomenzar la Historia. Todavía más diáfana a nuestra percepción queda la situación cuando leemos a Proteo extasiarse con su luz (Ilustración), y cómo le manifiesta finalmente:

Ven conmigo, espíritu puro, a la húmeda extensión, en la que gozarás de una libertad ilimitada, pudiendo moverte a tu antojo; sólo te encargo no aspires a más altas órdenes, porque el día que llegues a ser hombre todo habrá terminado para ti”.

(Goethe, 1933: 265, posición 4057-4058).

¿Cuáles serían estas altas órdenes? ¿Por qué al momento de convertirse en hombre todo habría de terminar? Estas cumbres son aquellas vedadas para el ser humano, el pretenderse recreador de lo divino, convirtiéndose en ese nuevo hombre que no puede llegar a ser. Apenas el Homúnculo lo intenta, simplemente se desvanece. Lo mismo le ocurre al hijo de Fausto y Helena, Euforión, quien, ya muerto, es lamentado por ambos padres, quienes manifiestan al unísono:

¡Nacido, ay, para la felicidad eterna, de ilustre cuna y de magnífico vigor; pero perdido, por desgracia, demasiado presto, hete aquí, flor de juventud segado como una flor por la muerte! Con ímpetu irresistible te lanzaste en el lazo fatal, rompiendo vínculos —la costumbre y la ley— sagrados; y cuando al fin un elevado ideal logró contrapesar tu noble ardor, cuando te proponías alcanzar un magnífico premio… la fortuna no te fue propicia”.

(Goethe, 1933: 311, posición 4758-4759).

Finalmente, el gran problema de esta juventud revolucionaria, homúncula, es el desdén por lo anterior. La llave de la revolución está en esa convicción rebelde, insolente, de rehacer el mundo, pretendiendo haber encontrado la llave de la realidad. De algo así se jacta Wagner ante Mefistófeles cuando se le pregunta: “(…) a cada instante mi convicción es más honda. Lo que se juzgaba el supremo misterio de la Naturaleza, osamos nosotros experimentarlo racionalmente, y lo que hasta hoy dejábamos organizarse, lo hacemos hoy cristalizar” (Goethe, 1933: 220, posición 3360).

 6. Conclusión

Es claro que el “Fausto” de Goethe admite una miríada de interpretaciones. El objetivo, sin embargo, de esta humilde hermenéutica intencionadamente política era compartir una lectura coherente de lo planteado y analizado por este filósofo y literato alemán acerca del tema. Si de algo carece la derecha es de interpretaciones, y sumar una desde una obra monumental como es este libro hace bien a las filas de un sector eternamente perdido, especialmente desde que asume acríticamente la visión moderna de la Historia. La crisis del hombre anoréxico culturalmente en la derecha[8] responde a obviar estas obras de gran alcance y mirada. Un Fausto leído “desde adentro”, como pretendiera Ortega y Gasset respecto a Goethe[9], y desde una óptica política con sentido puede ayudar a entender que nos enfrentamos, hoy mismo, incluso a nivel internacional, con ese Estado de pretensiones elefantiásicas, aunque, lamentablemente, borrachos de explicaciones y teorías por parte de académicos, profesores universitarios, técnicos que se dejan seducir como Fausto por todos los posibles pecados, y que, a su vez, alimentan con patrañas contradictorias a los igualmente pretensiosos estudiantes que, con más deseos de vida que de claridad, llenos de ímpetus refundacionales, creen ya tener, al igual que sus maestros, las llaves de la creación. Ante esto no queda más que acompañar el consejo de un diablo ya cansado que, hablando para sí, aunque de manera elocuente, espeta:

“Siempre que uno dice a los jóvenes la verdad pura, se indispone con los boquirrubios; luego, transcurridos algunos años, cuando la han aprendido duramente a sus expensas, creen haberla inventado, y dicen que era el maestro [el viejo] un imbécil” (Goethe, 1933: 216, posición 3306-3307).

 7. Bibliografía:

  • BACON, F. (2002) Novum Organum. Ediciones Folio.

  • FERGUSON, N. (2008) The Ascent of Money: A Financial History of the World. Londres: Allen Lane.

  • GOETHE, J.W. (1933) Fausto. Ediciones Iberia.

  • KAISER, A. (2009) La fatal ignorancia. Editorial FPP.

  • ORTEGA Y GASSET, J. (1965) “Pidiendo un Goethe desde dentro” en Obras completas, Tomo IV (1929-1933).

  • TAPIA, W. (2023) “La clave histórica y la oferta posmoderna” en Stakeholderz. Disponible en https://stakeholderz.cl/la-clave-historica-y-la-oferta-posmoderna/

  • UGALDE, B. (Ed.). (2023) Elogio de Helena. Traducido del Gorgias. Ediciones Democracia y Libertad.

  • WEBER, M (2013) El político y el científico. Editorial Colofón.

  • WILSON, P. (2020) El Sacro Imperio Romano Germánico: Mil años de historia de Europa. Desperta Ferro Ediciones.

Notas al pie.

[1] La figura de Helena siempre ha sido controvertida, aunque la imagen de prostituta no se la pudo sacar fácilmente. Una traducción reciente de la defensa que en su momento hizo Gorgias de esta mujer, la podemos leer en Ugalde (2023).

[2] Una historia completa en castellano puede verse en Wilson (2020).

[3] El tema de cómo históricamente las crisis financieras en los países pueden saldarse por medio de bonos estatales, y cómo ello fomenta el malgasto, puede analizarse en Ferguson (2008).

[4] Es la impronta que reclaman los ecologistas contra la mirada Baconiana (2002).

[5] Todas las citas serán sacadas de la antigua versión de 1933 de las Ediciones Iberia, disponible en Kindle. Es la mejor edición en castellano que encontré. Contaba con grabados, hermosas ilustraciones y extensos análisis a pie de página que ayudan al lector a reflexionar sobre los innumerables simbolismos que aparecen en la obra. Incomparable versión en comparación a las últimas habidas incluso en tiendas especializadas como Amazon. Está disponible como ebook en https://ww3.lectulandia.com/book/fausto-ediciones-iberia/

[6] Sobre la “Otredad” y su implicancia para la interpretación de nuestro devenir histórico, escribí en “La clave histórica y la oferta posmoderna”, disponible en https://stakeholderz.cl/la-clave-historica-y-la-oferta-posmoderna/

[7] Weber (2013).

[8] Kaiser (2009).

[9] Es la pretensión de Ortega al escribir su ensayo “Pidiendo un Goethe desde dentro” en 1932. Puede encontrarse el escrito en el volumen IV de sus obras completas.

 
 
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