EL OSO QUE NO LO ERA: UNA LECTURA FRANKFURTIANA

 

ESPECIAL 100 AÑOS DE LA ESCUELA DE FRANKFURT

El cómo se interpreta el mundo es todo un crucigrama. A veces, la razón que damos a los códigos lingüísticos y fenoménicos depende de nuestras experiencias vitales y personales. En otras ocasiones, influye demasiado el entorno, los círculos sociales en los cuales desenvolvemos nuestras vidas. En toda ocasión, bandadas de ideas nos agolpan que quieren ser partícipes del cortejo que ofrece sentido y significado. Sin embargo, de dónde provengan esas ideas que conforman nuestros esquemas mentales es lo verdaderamente relevante. El dato, es decir, aquello que llega desnudamente a nuestra presencia, clama, grita por ser manipulado, otorgándole su forma a lo informe. Pero, como mencionaba, esas formas dependen de muchos factores. Lamentablemente, en el último tiempo, las ideas relevantes del conjunto de elementos de sentido y vínculos que llamamos cultura -modos, usos, costumbres, símbolos a los que echamos mano para enfrentar la otredad, arcana y abismante otredad-, herramienta con la cual le damos forma a los datos, han arribado a nosotros desde una determinada agenda política de izquierda cuyo objetivo es modelar nuestras mentes para que toda la realidad, aquella que tanto odian, sea entendida en sus claves y, en razón de lo mismo, confrontada en pos de su transformación. De eso se trata la guerra cultural, como le llama Jorge Sánchez, autor de “Guerra ideológica” (2020): en una impronta ideológica claramente intencionada por subvertir los esquemas habituales de entendimiento y comprensión de los fenómenos para leerlos e interpretarlos en un sentido izquierdista. Esa es la precisión del desmontado deconstruccionista subversivo y el proceso empezó muy temprano.

Este año 2023 celebramos cien años de la fundación de uno de los institutos marxistas más destacados: La Escuela de Frankfurt. Muchos de sus miembros fueron muy relevantes a la hora de componer el entramado intelectual que daría origen a una crítica fulminante y bastante fructífera contra el capitalismo. Así, tal como plantea Cristian Rodrigo Iturralde en “El inicio de la nueva izquierda y la Escuela de Frankfurt” (2022), la teoría crítica –elaborada en la universidad alemana del mismo nombre- hizo su aparición, bajo los auspicios de una mala estrategia capitalista, con el apoyo de grandes empresarios, haciendo hincapié en las limitaciones de la triunfadora razón ilustrada; en la intencionalidad encubierta de la ciencia “objetiva” que influye en las razones teóricas y prácticas del mundo del “Capital”; la industria cultural capitalista que logra la conformidad de los obreros; la unidimensionalidad del hombre propietario carente de riqueza interior; y la necesidad de indagar, investigar en una multiplicidad de fuentes, disciplinas y áreas para estudiar el fenómeno del capitalismo en su completitud. De este modo, autores como Max Horkheimer, Theodor Adorno, Walter Benjamín, y otros como Herbert Marcuse, marcarán la pauta de la crítica hacia el modelo de desarrollo propagado desde las democracias liberales.

Me ocuparé, en lo que sigue, del concepto de industria cultural, propuesto por la escuela como un vocablo que invita a la sospecha sobre la neutralidad de los supuestos productos artísticos aparejados a la producción capitalista. Tras ello, reflejaré que, tras la caída del muro en 1989, la lógica se invierte y presenciamos, entonces, una hegemonización del discurso cultural izquierdista, propagado gracias a los mismos productos capitalistas que criticaban. Para mayor comprensión del fenómeno, abundaré en un cuento infantil de mis años escolares que ilustrará, de cuerpo entero, el fenómeno.

Por de pronto, partiremos analizando lo que plantean Max Horkheimer y Theodor Adorno en “Dialéctica de la Ilustración” (1944) sobre el concepto de “Industria cultural”. Los autores aseveran que la tesis sociológica de que existiría un caos cultural, reflejado en la multiculturalidad de modos de vida y pensamiento, ha sido desmentida, pues la cultura demuestra rasgos de semejanza que configuran o parecieran plantear un sistema. Todos los sectores (cine, televisión, radio) se muestran armonizados en una estructura conceptual única. La industria cultural es, en términos técnicos, una necesidad, pues la demanda de bienes se ha estandarizado y, si bien, podría justificarse esa estandarización en la simple demanda de los consumidores, en realidad, es un sistema que apoya o beneficia a los más ricos, la clase burguesa de siempre, traduciendo la estructura en dominio puro y duro, relaciones sociales del trabajo sobre las cuales se asienta el poder de la técnica.

Todo lo que se plantea como “cultura” es siempre lo mismo, conformada según la apreciación subjetiva de los poderosos ejecutivos, quienes a su vez buscan satisfacer los gustos de los grandes monopolios comerciales. Los gustos diferentes de los consumidores no son sino una falacia, todo está estandarizado para el nivel de cada consumidor que no es más que un número. Los gustos son fomentados de manera de no alejarse de los productos culturales producidos por la industria. Así, la posibilidad de elección no existe, pues el trabajador debe guiarse como la industria cultural lo prefiere. Se produce un esquema conceptual básico dentro del cual las preferencias del trabajador están ya establecidas y la generalización de ideas. De este modo, el mundo es conducido por una industria cultural. La idea de control determina todo el estilo que debe aparecer en cada producto cultural. Esta idea de control produce un lenguaje, sintaxis y vocabulario propio y el estilo predominante será el de la “no-cultura”, diría Adorno. Las prescripciones propias del estilo descansan en este lenguaje, disfrazado de lenguaje natural, de modo de llegar fácilmente al consumidor. El estilo auténtico de la industria cultural se muestra siempre a sí mismo como su propia fuente, y se revela como dominio.

En este escenario, qué duda cabe, la obra de arte, con auténtico estilo, se sujeta al escrutinio y al seguro rechazo. En cambio, la obra mediocre, propia de la industria cultural, glorifica la imitación y, por lo mismo, es ampliamente aceptada. Todo debe ser igual, confirmado por el éxito de productos culturales anteriores. Todo aquello auténticamente nuevo no se admite a menos que hable en “lenguaje de industria cultural”. Todo lo distinto que se presente como atento a la realidad social es una etiqueta nueva que se integra a la industria. Tal como en la economía, en los círculos culturales, quien no se adapta es golpeado con la impotencia económica y el anonimato. Aquí los mecanismos de oferta y demanda funcionan como la superestructura revelada por Marx, que mantiene a los más poderosos en el tope de la pirámide social, y al proletariado aferrados a los productos culturales que la producción capitalista es capaz de ofrecer, que es siempre lo mismo. La diversión y todos los elementos que componen la industria cultural, se han dado con anterioridad, pero ahora han sido llevados a un nuevo nivel. Han llevado el arte a la esfera del consumo, logrando extinguir la verdad de afuera, y reproducir dicha verdad como mentira. El arte ligero aparece como una apariencia de verdad, frente al arte serio que le ha sido negado a las clases sujetas a la opresión. La mezcla del arte serio con el ligero es lo que intenta la industria cultural, lo nuevo de esta son las nuevas configuraciones de lo mismo. Por consiguiente, se revela que la Industria cultural tiene como fin la diversión, pero ella es prolongación del trabajo. La “diversión” es buscada por quienes quieren sustraerse del proceso de trabajo mecanizado, pero ya no pueden sino disfrutar las copias o reproducciones del mismo proceso de trabajo. Toda diversión es manifestación del ocio adaptativo al tejido social. Todo producto cultural evita los procesos de pensamiento: se reproduce lo mismo. Todo el aparato de la industria, en su concepto de diversión, no hacen más humano al hombre, sino un engranaje más de la industria.

La industria cultural nunca logra lo que promete: todos los elementos de placer ofrecidos son meras ilusiones para los consumidores. Estos últimos deben contentarse con su propia realidad paupérrima. El arte, especialmente en su vertiente realista, representaba la privación como algo negativo. La industria, en cambio, utiliza el “arte” para reprimir. En el lugar del dolor que ilustraba el arte, ahora se fomenta la renuncia jovial. Esto lo hace demostrando que toda necesidad puede ser satisfecha, pero a la vez, que uno siempre solo puede ser consumidor. La diversión ayuda a la resignación. Es antítesis del arte. Este último, en sentido auténtico, ayuda a la sustracción, diría Adorno. En cambio, la diversión corriente presentada está imbuida de una lógica comercial, presentada como pretexto. Todo en la obra tiene su sentido y significado dentro de esta lógica.

Por consiguiente, Adorno y Horkheimer se quejarán que existiría una fusión entre la cultura y el entretenimiento, destruyendo la verdadera cultura, enalteciendo la diversión industrializada. Diversión como uno de los más altos valores de la interioridad. Sin embargo, divertirse es estar de acuerdo, significa olvidar el dolor, allí donde se muestra. Es liberación, pero no de la mala realidad, sino del pensar. Divertirse es aceptar la realidad social tal como está. De esta manera, la industria busca que cada uno se sienta bien tal y como es, pero, además, refleja que la felicidad no tiene que ver con el esfuerzo del trabajo, sino con el azar. Este último es la otra cara de la planificación productiva capitalista. El azar suscita la apariencia de que la vida es aún espontánea y no planificada en toda su estructura. La vida de los empleados, en tanto sistema, es organizada, instándolos a integrar el sistema racional de organización social, y como clientes (consumidores) se les presenta a través de episodios humanos privados. En todos los medios, la libertad de elección es enaltecida, aunque sea una libertad estructurada en el sistema. Así la individualidad es ilusoria en la industria cultural. Lo individual no es más que el destacar lo accidental, pues la identidad con lo universal, con el conformismo del sistema, es lo que cuenta. Esta individualidad que representaba la fractura del sujeto y de la sociedad en la competencia, ahora es reemplazada por la imitación, por los modelos a seguir.

La apoteosis del hombre medio es el culto a lo barato. Todos los gustos son estructurados en base al ideal de la publicidad. Existe la apariencia de que se consigue lo mejor de modo tan barato cuando no es así. Es parte del espectáculo crear la idea de lo bueno que se puede conseguir, reforzando la idea de que se puede obtener efectivamente lo que uno quiere. La accesibilidad a poco precio del arte en todas sus manifestaciones a terminado por destruir al arte, especialmente en su sentido emancipador o sustractivo de la organización del trabajo y la producción. Su carácter, que de alguna manera siempre estuvo ligado a lo mercantil, no queda reforzado por su accesibilidad, sino que se denota la sentencia de muerte, como degradación cultural. La cultura se funde, entonces, al uso en la propia publicidad, sin la cual la industria cultural no podría existir. Ella servía como guía al consumidor, hoy refuerza el vínculo de los consumidores con los grupos culturales de mayor poder. Incluso, su uso se vuelve un signo de adhesión al sistema, quien no ocupa publicidad es un extraño a la economía. La industria y la publicidad, tanto técnica como económicamente, se funden en la repetición siempre de lo mismo. Simple manipulación de las mentes.

Ahora, tras el concepto descrito, ¿no es acaso de signo contrario lo que ocurre en estos días? Tras la caída del Muro de Berlín en 1989, tal como plantea Juan Cristóbal Demian en “Nueva derecha: Una alternativa en curso” (2020), la derecha se entiende a sí misma como una rémora que detiene el avance de la historia y, por lo mismo, será acrítica a la hegemonización de la agenda y las temáticas de la izquierda en todos los niveles culturales. De este modo, la conducción cultural que la industria cultural propicia, la que tanto denunciaban los autores alemanes, se vuelve una realidad, salvo que son los símbolos culturales de la izquierda los que se toman todos los espacios. Y los diversos sectores culturales alineados, entrarán en una dinámica en la cual, de manera integral, las lógicas de oferta y demanda ya no existen, pues no importa si el consumidor escoge un producto por sobre otro: la industria pareciera subsistir al margen del mercado, propagando la cultura woke sin medir réditos de vuelta. Véase el caso de la gigante The Walt Disney Company. Nacida como una productora de cine, hoy es un conglomerado de medios de comunicación y entretenimiento que, de rescatar cuentos alemanes, pasó a ser una impulsora de las minorías y los oprimidos, al punto que sus productos culturales exudan izquierdismo. Y esto lo hacen al margen de las pérdidas millonarias que han provocado sus últimas películas y series con dichas temáticas. El problema está en que lo acontecido con Disney, es el plan comercial que están llevando a cabo un gran número de compañías. Entonces, los márgenes reales de elección no existen. En el mundo del entretenimiento, solo queda elegir entre determinadas plataformas de streaming, las cuales ofrecen productos parecidos, el reino de “lo mismo”, evitando el ingreso de lo genuinamente diferente, sujeta al rechazo total de la industria. Véase lo ocurrido con “Sound of Freedom” (2023), película que denuncia oscuras redes de pedofilia y de tráfico de infantes que está siendo censurada en diversos lugares, al punto que muchas plataformas no la han querido incorporar en su parrilla. El lenguaje propio no existe, las temáticas propias, tampoco, solo la lengua de la industria, lo políticamente correcto corrige el habla, y ya la transgresión, al estilo de los directores como Mel Gibson o Clint Eastwood, es difícil o prácticamente imposible. El “arte”, incluso aquel que se manifiesta o desarrolla en las escuelas, solo busca, entonces, entretener, pero ya no encubre, en términos frankfurtianos, relaciones de subyugación entre burgueses y proletariados, sino entre élites y la gente común, víctimas, estos últimos, de una agenda que pretende intervenir en los procesos de desarrollo de sus hijos, de sus familias, de sí mismos, y que acepten la agenda cultural de la izquierda a como dé lugar. El objetivo es la conformidad con el sistema y se utilizarán todos los medios e instancias posibles. Así, la apoteosis es la del hombre mediocre, pero no de aquel planteado por Horkheimer y Adorno, sino la de aquel preocupado, ofendido, culposo, aquella figura ebria de la moral de esclavos, como plantearía Nietzsche en “La Genealogía de la moral” (1887), contaminados en su existir. Todo, entonces, se vuelve manipulación y degradación cultural, pero no será la cultura del capitalismo, sino la marxización de la existencia lo que se verá fomentado, y desde muy temprana edad. Los niños también han sido parte de esta conformación mental. En las escuelas, el arte también debe aligerarse, transformarse en algo “entretenido”, diversión en apariencia favorable o enriquecedora, pero también encubridora de esta realidad que describimos.   

Especialmente me fui dando cuenta de este problema con los niños en las escuelas con una lectura que poco tenía de inocuo y que, incluso, es uno de mis libros favoritos de toda la vida: “El oso que no lo era” (1946), del cineasta norteamericano Frank Tashlin. Profundizaremos en esta obra para ilustrar de mejor manera la agenda política que esta industria cultural lleva a cabo, pero que no es la misma denunciada por Adorno y Horkheimer.

Este libro llegó a mis manos cuando rozaba los 9 años. Cuenta la historia de un oso que, tras observar las hojas caer de los árboles y las bandadas de gansos volando hacia el sur, siente el llamado de la naturaleza y busca una cueva para invernar. Sin embargo, mientras duerme profundamente, el bosque que conocía, y del cual formaba parte, desaparece para dar paso a una enorme fábrica que arrasa con todo a su paso. Mientras se suceden las estaciones y el invierno se esfuma, las primeras flores despiertan al sol primaveral y el oso, asimismo, sale de su marasmo. En tanto lo hace, el animal parece no tener cuenta clara de dónde se encuentra, hasta que arriba de unas escaleras observa una puerta. Al traspasarlas, sin creerlo del todo, mira que está rodeado de edificios enormes, gente caminando de un lugar a otro, apresurada, y sus árboles ya no existen más. Entonces, quebrando la sorpresa que aún abruma al oso, un hombre muy enconado aparece tras una entrada, gritándole, alegando que no está siendo productivo al pararse ahí, sin hacer nada. El animal, no entendiendo qué sucede, le espeta que no trabaja en dicha fábrica y que, por si no lo había notado, él era un oso. Tras las risas burlonas, el hombre, capataz de la fábrica, se encorva frente al oso y la recrimina que es un holgazán buscando una excusa para no trabajar y, de buenas a primeras, perece simplemente un hombre que, además de flojo, es un tonto barbudo vistiendo absurdamente un abrigo de pieles. El oso insiste en su premisa, a lo que el capataz responde por vía de la fuerza, llevándole ante el Gerente. La misma conversación, graciosamente, ocurre con este último, quien lo lleva con el Vicepresidente tercero, este último con el Vicepresidente segundo, y el último con el Vicepresidente primero quien, rabioso, lo lleva ante el Presidente de la compañía. A medida que se avanza en los rangos de los funcionarios que debe confrontar el oso, se nota la opulencia que cada uno manifiesta, con más secretarias, más basureros, más cuadros que adornan las paredes, aunque la respuesta sigue siendo la misma: “Usted no es un oso, es un hombre tonto, sin afeitar, con un abrigo de pieles que no quiere trabajar”. El Presidente, tras un diálogo un poco más abundante, le señala un silogismo fácil de entender:

P1: Los osos están, habitualmente, en bosques, zoológicos o circos;

P2: Sin embargo, usted está en una fábrica;

Ergo…

C: Usted no puede ser un oso.

El oso, fiel a su naturaleza, descree de la conclusión aristotélica del Presidente, por lo que este último concluye acometer un periplo hacia un zoológico y circo cercanos para convencer al oso de sus postulados. Así, toda la comitiva se presenta, primero, en la jaula de los osos del zoológico y le preguntan a estos qué piensan acerca de este tipo que dice ser un oso. Todos arguyen lo mismo que los insensibles funcionarios. Incluso, un oso pequeño arremeterá de manera tajante que es un hombre, tonto, sin afeitar, y con abrigo de pieles. Luego, irán al circo y los osos que pedalean en bicicletas hilarantes, vestidos con sombreritos y globos en mano, le dirán exactamente lo mismo, repitiendo el cuadro del oso pequeño que vuelve a balbucear la graciosa monserga.

A continuación, todo el tropel vuelve a la fábrica y pone a trabajar al oso con los demás hombres en una enorme máquina que no conoce ni maneja, pero que sabrá ocupar al hacer lo mismo que hacen todos los hombres de la fábrica: acciones repetitivas, mecanizadas, al puro estilo fordista. Con el tiempo, lamentablemente, la empresa quiebra y todos los trabajadores pierden sus puestos de trabajo. El oso, al igual que todos, se retira de la fábrica, aunque sin saber a dónde dirigirse. Se adentra, entonces, en el bosque, y vuelve a mirar al cielo. Allí se encontrará con la misma bandada de gansos que vuelan hacia el sur, mientras hojas marrones y amarillas, en caída o en el suelo, adornan su entorno. Vuelve a sentir ese llamado que le impele a buscar una cueva para invernar. Sin embargo, hallando una finalmente, es incapaz de entrar. Se dice a sí mismo: “Pero yo no puedo entrar, pues no soy un oso”. Aparentemente convencido, se queda en las cercanías y llega el invierno. El oso sufre, congelado, las inclemencias del tiempo, pero con certeza lógica de que no era un oso, pues se lo habían dicho todos: el capataz, el gerente, el vicepresidente tercero, el segundo y el primero, así como el presidente, además de los osos del zoológico y el circo. Si la fría lógica lo establecía, no podía menos que ser verdad. Luego, sin mayores aspavientos, el oso se yergue sobre sus patas y camina, decidido, hacia la cueva. Dentro, siente el calor que le hacía falta y se acuesta en un montón de paja que encuentra en el lugar. Entonces, reflexiona que, aunque se lo hayan dicho todos, él no era ni un hombre tonto y menos un oso tonto.

El libro fue sindicado por muchos críticos como una crítica severa a las lógicas capitalistas. El concepto de alienación marxista es patente en la obra. Los mecanismos del “Capital”, obrando sobre los trabajadores, desconoce a estos en su propia realidad, transformándolos en un engranaje más de la máquina de producción. El oso deja de ser lo que es, pues se convierte en un elemento más del aparataje productivo. Las frías lógicas fordistas lo posicionan a hacer los actos repetitivos y mecánicos propios de todo obrero en una banda -en este caso, máquina-, sin mayores reparos a su naturaleza evidentemente animal, la cual tampoco llama la atención de los compañeros que a su lado trabajan. Entre sí, los trabajadores no se reconocen. Mientras esto sucede, los funcionarios de la empresa se felicitan unos a otros por convencer al oso, cada uno ostentando una posición mejor que la anterior, manifestando ese rango en oposición a los simples y pobres trabajadores. En todo caso, a pesar de logro de estos funcionarios, la empresa se va a pique –haciendo alusión a que los que están “más arriba” no lo están, precisamente, por sus conocimientos- y los obreros son despedidos. Al igual que Marx pensaba en “Manuscritos económicos y filosóficos” (1844), la obra representa esa condición intrínsecamente inestable del capitalismo, las constantes crisis en las que entra y que terminan por perjudicar a los más débiles: al proletariado. Asimismo, la obra señala otro aspecto del modelo capitalista, tan resaltado por Hans Jonas en “El principio de responsabilidad” (1979): la depredación capitalista. Este filósofo señala que si existía algún modelo de desarrollo que pudiera ostentar preocupaciones medioambientales, ese era el comunismo. La construcción en tiempo record de la fábrica sobre un bosque, la desnaturalización del oso, el arrasar con la naturaleza circundante, todo responde a esas lógicas en que la fría técnica, ya denunciada por Heidegger también, se impone a la conexión natural con el entorno.

Esta es la lectura habitual del texto: una con impronta crítica hacia el capitalismo y su estructura tecno fascista, que desnaturaliza al ser humano, lo transforma en una máquina al servicio de los burgueses. Cabe la pregunta, ¿por qué nos hacían leer esto cuando niños? Adorno y Horkheimer denuncian que la industria cultural buscaba anular la individualidad, ofreciendo, en apariencia, una libertad de elección que no es tal. No podría estar más de acuerdo, pero solo cambiando el símbolo de dirección: no es el capitalismo el que busca subyugar otorgando apariencia de libertad, sino la izquierda burocrática internacional que, hace ya tiempo, pretende anular nuestra individualidad y sus expresiones de autonomía. Desde temprano, la influencia izquierdista se hizo sentir en las escuelas, la prensa, los productos culturales del capitalismo que enaltecen la diversión, lo simpático, lo adorable, mientras encubre el cultivo de la culpa en las tiernas mentes de los infantes. Ya en la básica nos inculcaban el temor a la industria capitalista que arrasa con nuestro medio ambiente, que nos “cosifica” y que, supuestamente, no nos otorga márgenes de acción individual. Como el oso, nos sentimos desde niños atrapados por un supuesto sistema que nos decía qué hacer y cómo ser, desnaturalizándonos. Sorprende, entonces, cómo la industria cultural dio un vuelco -asumiendo que los frakfurtianos tenían razón- y alimentó, gracias, en parte, al sistema educacional y a la literatura, nuestros primeros atisbos de nociones políticas totalmente familiarizadas con la izquierda. Así como este ejemplo infantil, podrán encontrar muchos más si buscan con atención y aplican el pensamiento de los filósofos de la Escuela de Frankfurt, solo que en sentido contrario a las sospechas marxistas que la fundan.

En conclusión, los procesos interpretativos de la realidad se pueden ver intervenidos por el complejo cultural que sostenemos. Mucho de ello se juega en las experiencias vitales, especialmente, sociales. Los primeros libros que leímos, los primeros comerciales de radio o televisión que cantamos, todo ello forma parte de los esquemas con los cuales contamos para entender y comprender la realidad, así como nos sirven a la hora de pretender, ingenuamente, cambiar la misma. Hoy, como dije, cargamos una pesada mochila de conceptos y símbolos marxistas en nuestras mentes. Es una realidad insoslayable y, quién lo diría, la teoría crítica elaborada por los mismos frankfurtianos como Adorno, Horkheimer y otros, nos aportarían a la hora de develar la verdad y luchar contra ello. Que sea este un homenaje a los cien años de esta nefasta escuela y su deleznable legado.    

 
 
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