EL TRÁNSITO EXISTENCIAL HACIA LA DERECHA

 

Lo he venido reflexionando desde hace ya algún tiempo. El camino ha sido duro, en tanto se destruyen las antiguas convicciones para dar paso a las nuevas, las cuales, valga la redundancia, exudan vetustez. Sin embargo, justamente este sendero, el de realzar los valores tradicionales —el de mirar hacia atrás, en definitiva— es el “girar a la derecha” del que tanto he hablado. Cada día podemos ver, que se avanza solo para retroceder, todo paso hacia adelante, es un detenerse. 

¿Hacia dónde irá a parar la derecha? ¿O acaso la centroderecha es la evolución sin remedio, el paradero definitivo de nuestras disquisiciones?

Dicho sea de paso, en todo el mundo, la centroderecha ha renunciado a defender esas convicciones que señalo. Lo hemos visto en Estados Unidos, Chile y Brasil. En las tierras del norte, esa centroderecha ha tomado el poder en los republicanos, traicionando a Trump, quien se ha tenido que ver a sí mismo como el outsider que siempre fue, pero, esta vez, sin posibilidades de levantar políticas de manera formal. En nuestras tierras, los partidos oficiales de la “supuesta” derecha han dejado de defender la Constitución que nos rige y, al igual que Piñera —en una lectura evidentemente conveniente para su subsistencia, mas no la del país— se ha abierto a la “revolución constitucional”. Y en Brasil, finalmente, no van a apoyar a Bolsonaro en la segunda vuelta presidencial. Todo parece cuesta abajo.

Con todo, hay opciones de aquí al futuro. En ciertos aspectos, el siguiente escrito busca procurar un camino existencialmente predispuesto, muy parecido al que yo mismo cursé en mi vida hasta convencerme de lo que hacía falta a mis convicciones políticas. No quiero adelantar los puntos a tratar, simplemente espero sigan la siguiente reflexión conmigo, basada en el camino intelectual del filósofo, escritor y dramaturgo francés, Albert Camus. Este autor, ganador del Nobel, produjo una obra tan profunda —psicológicamente atingente a los sujetos deslavados de nuestra era— que es insoslayable al momento de analizar nuestras propias vidas, incluso, a nivel político.

Partamos, primeramente, con su novela El Extranjero (1942), en que el filósofo advierte sobre el hombre occidental de nuestros tiempos, cuyo rostro está desgarrado por las dos guerras mundiales vividas. Camus pintó una historia en la que Meursault, el protagonista, está extirpado de cualquier pasión o voluntad posible. Todo parece resbalarle. El personaje encarna un sentimiento profundo de apatía por todo lo que le rodea y lo que ha sido creado, incluso haciéndose más notorio en la actitud ante la muerte de su madre, cuyo día de deceso no recuerda con claridad. Meursault personifica la carencia de valores del hombre actual: destruido y vaciado de todo su fondo por el supuesto absurdo de su destino. Nada le convence ni le logra conmover: ni el matrimonio futuro con su novia, ni la amistad, ni la superación personal, ni la muerte de un árabe en sus propias manos. No hay cosa alguna que tenga la suficiente importancia, ya que la angustia existencial, aquella propia de todo hombre sumido en la Nada, inunda todo su ser. 

Por supuesto, Dios no tiene cabida en esta cosmovisión, si es que este modo de pensar tiene siquiera un símil a ese concepto. La vida no tiene sentido alguno que pueda sustentarse fuera de uno mismo. La confianza en fuerzas externas le producía al protagonista una sensación de caída hacia el abismo de lo incierto. Es lo que Camus llamará “un salto al vacío existencial”. Nada justifica la creencia, es un mero “salto de fe”, aquel que con mucho gusto dieron Unamuno, Kierkeggard y Jaspers, pero que Meursault no dará jamás. La búsqueda de la felicidad, si es que existe o es posible, no se hallaba en la religión, y, más importante aún, ni en la sociedad, cuyos mecanismos y leyes son ajenos, extraños al individuo. Meursault, de este modo, se transforma en un extranjero en su propio mundo, que juzga y demuele la moral occidental, la cual carece, obviamente para él, de sentido y que, engañosamente, regula la vida del todo social. Esa moral, que condena a muerte al hombre que no llora la muerte de una madre, es simplemente una farsa más que nos encubre la verdad: el sin sentido de la existencia.

Hasta este momento, no hacemos sino describir al individuo posmoderno de hoy. La falta de moral, el sin sentido propio de una existencia vacía —ad hoc al constante cambio de norte, cada fin último más banal que el anterior— es la descripción más gráfica de las vidas que llevamos actualmente. Yo mismo, en su momento, atrevido a todo, creyendo estar por sobre todo, alimentado por la odiosidad de una posición política sin miramientos, me atrevía a deshonrar iglesias, a observar con desdén a la autoridad e, indolente, levantar reclamos sin fundamentos ni valores que me sustentasen. A diferencia de Meursault, no vivía una vida coherente con el hallazgo del absurdo camusiano; sin embargo, convivía con sus lógicas más conclusivas. No hay Dios —me decía— que me llenara, ni moral alguna exigible, solo quedaba uno contra el mundo. El individuo que olvida el elemento divino, ve enemigos en todos lados, quién más, dispuesto a conculcar lo que crees, ingenuamente, es una vida plena que se solaza en el mero placer instantáneo. 

No obstante, en la medida que avancé en mis reflexiones, me di cuenta de algo. El protagonista de la novela descrita, de súbito, deja esa abulia tan característica de él a lo largo de todo el libro, para enfrascarse en una controversia con el cura que lo va a confesar antes de su muerte. Lo agarra de la sotana cuando este le espetaba que Dios lo perdonaría. Piensa Camus, que al parecer, sí existe algo que tenga valor, que otorga sentido o, al menos, nos hace sospechar que, desde muy dentro de sí, Meursault cree que el cura y Dios mismo le afrentan y ponen en peligro cierto aspecto de sí mismo que él no entregaría fácilmente: su libertad. Así nos encontramos, entonces, con que el absurdo —el nihilismo— chocaría consigo mismo, en el sentido que sí existe algo que es valioso y consecuencia evidente de la misma “estructura” de la Nada, la libertad, que Camus describe como ontológicamente propia de “ser” humano.

Es esa misma libertad la que ve en peligro cuando en la obra teatral Calígula (1944) nos coloca de sobreguarda sobre los excesos del poder cuando estos son alimentados en la creencia de que no existe nada de valor, que los seres humanos no somos nada y que más vale estuviésemos muertos. Es ese grito de autonomía que se enfrenta a los desvaríos de un emperador romano que quiere aleccionar a sus súbditos y emprender una campaña por poseer la luna, lo mismo que llevó a Camus, incrédulo, a no comprender las tropelías de las guerras mundiales y a escribir a su amigo alemán esas cartas en las que explica que el absurdo debe ser el punto de partida de la construcción de un nuevo orden o, al menos, de una cierta lógica que le dé sentido al quehacer humano. Es esa campaña en la que se enfrascará el filósofo francés en El hombre rebelde (1951) cuando asume nuestra capacidad de asquearnos ante la inhumanidad y que, en la medida que seamos rebeldes y digamos «No», podemos erigir una nueva lógica de trato con nuestros congéneres.

Todo esto se describe mucho mejor en su novela La peste (1947). La historia transcurre en el pueblo de Orán, en la que millones de ratas, inicialmente desapercibidas por la población, comienzan a morir en las calles. La duda comienza a asentarse en las personas y la histeria cala hondo. Las autoridades ordenan el acopio y cremación de las ratas, sin saber que ello va a catalizar la propagación de la peste. El Dr. Bernard Rieux, protagonista de la novela, vive cómodamente en su apartamento cuando el conserje del edificio -su confidente- muere extrañamente de fiebre. El doctor consulta a su colega, el Dr. Castel, sobre este evento y llegan a la conclusión de que una plaga está arrasando la ciudad. A medida que se producen rápidamente más muertes, el diagnóstico de ambos médicos se hace evidente.

Con todo, las autoridades tardan en aceptar la situación y no saben cuáles serían las medidas apropiadas a ejecutar. Se publican avisos oficiales que enseñan medidas de control, se abre una sala especial en el hospital para tratar a los enfermos, los hogares entran en cuarentena, los cadáveres y los entierros están estrictamente supervisados; sin embargo, nada parece mitigar la situación. Las reservas de emergencia de la ciudad y del país se van agotando y cuando el número diario de muertes sube, la ciudad se sella y se declara oficialmente un brote de peste. Incluidas todas las anteriores medidas, la separación entre los individuos, que pueden tan solo comunicarse por vías remotas con sus familiares y amigos, va deprimiendo el espíritu de la gente, quienes comienzan a sentirse aislados e introvertidos, así como propensos a la inmoralidad. Mientras esto ocurre, Jean Tarrou, un veraneante; Joseph Grand, ingeniero civil; y el Dr. Rieux, tratan exhaustivamente a los pacientes en sus hogares y en el hospital, tratando de salvar a la ciudad. 

La situación seguirá empeorando. La violencia y los saqueos estallan a pequeña escala, y las autoridades responden declarando la ley marcial e imponiendo un toque de queda. Sin embargo, el Dr. Rieux, junto a sus compañeros, sigue peleando contra la enfermedad. De repente, el doctor, encontrando un momento de tranquilidad —extraño en esas azarosas circunstancias— logra elucubrar una explicación para sí mismo del por qué la gente ha dejado la moralidad y la ética en este contexto epidémico: simplemente por ignorancia. Al igual que Sócrates, entiende que los individuos no somos éticos tan solo porque no conocemos el bien y el mal. Por el contrario, en la medida que conozcamos el bien, nos es posible actuar noblemente. Lo han hecho el doctor y sus compañeros contra la peste bubónica y lo seguirán haciendo a pesar de los inconvenientes que en la última parte del libro aparecen, como la muerte de la esposa del doctor y de Tarrou, quien contrae la peste y muere tras una heroica lucha. Contra lo que uno evidentemente deduce de lo narrado en la novela, finalemente, el Dr. Rieux reflexiona, convencido, que hay más cosas admirables que dignas de desprecio en los hombres. 

Es decir, el filósofo francés, en esta etapa, pone su fe en la humanidad, en su capacidad de aprendizaje moral. El humanismo de este Camus se cimenta en que, siempre que los hombres nos comportemos de manera moral y conozcamos las profundas raíces de lo que compartimos como seres humanos, adoptaremos una ética humanitaria y podremos construir un mundo mejor. Con todo, comprende que la lucha es difícil, pero, de igual forma, le espantan los crímenes cometidos contra la humanidad durante las guerras y todavía alega que, de darse las circunstancias, los hombres pueden ser justos, incluso, los más revolucionarios, como intenta ilustrar en su obra teatral Los justos (1950).

Yo mismo, tras leer a John Stuart Mill y sumergirme en las disquisiciones kantianas, creía en que los seres humanos podían construir un mundo mejor. Cada paso que se daba era para lograr esculpir, de buena manera, a la humanidad, independiente de los efectos colaterales que se pudieran provocar. Enfermo de evolucionismo y de determinismo histórico modernista, uno piensa que todo lo puede hacer. Miramos hacia atrás con el mismo desdén del que el presidente Boric hace gala cuando dice que está más adelantado que su pueblo. Veníamos, entonces, a enseñarles a todos las recetas de la fortuna humana, a aleccionar a los estultos. El éxito estaba asegurado, siempre y cuando cumpliéramos con nuestro cometido moral. Por supuesto, la inmadurez supina de este relato se va carcomiendo al son de la inmoralidad evidente de los individuos, quienes creen que nadie puede exigirles cosa alguna. Incoherentes consigo mismos, defienden “su” libertad, y la de aquellos que, hermanos en la lucha, habitan trinchera con ellos, pero nunca la de todos. Se cultiva, lo reconozco, un resentimiento ante el hecho de que muchos no nos hacían caso. Por ello, deducíamos, los demás no merecen cuidado ni respeto, en la medida que sean fascistas, racistas y un conjunto de epítetos que los diferencia de nosotros, los aparentemente buenos y justos. Al igual que el doctor, porfiaba en que se podía. Aún no caía en la cuenta de nuestra condición falible, de que necesitamos una garantía, y de que, a fin de cuentas, hay mucho que es digno de desprecio en nosotros mismos.

Finalmente, Albert Camus se percató de todo esto que venimos hablando. Apesadumbrado, ya no puso su fe en la humanidad, desquiciada o, al menos, empezaba a mirar hacia arriba, a pispar algo más grande. Es entonces que aparece la novela La caída (1956). Este escrito comienza con Clamence, el único monologuista de toda la historia, sentado en el bar hablando casualmente con un extraño sobre la forma correcta de pedir una bebida. El protagonista nos adelanta que solía llevar una vida perfecta en París como abogado defensor de gran éxito y muy respetado. También relata anécdotas sobre cómo disfrutaba siempre dando direcciones amistosas a los extraños en la calle, cediendo a otros su asiento en el autobús, dando limosna a los pobres y, sobre todo, ayudando a los ciegos a cruzar la calle. En resumen, Clamence se concibió siempre a sí mismo como viviendo puramente por el bien de los demás. Un sujeto que tiene clara la moralidad de sus acciones y una confianza en que, bajo su acción, el mundo puede ser mejor. Sin embargo, una noche, cuando cruza el Pont Royal, Clamence se encuentra con una mujer vestida de negro inclinada sobre el borde del puente. Duda un momento, sigue caminando, pero, a una corta distancia, escucha el sonido distintivo de un cuerpo golpeando el agua. Entonces, deja de caminar, sabiendo exactamente lo que ha sucedido, pero no hace nada, de hecho, ni siquiera se da la vuelta. Los alaridos eran constantes, hasta que cesan abruptamente. El impacto es total. El protagonista relata estar temblando por el frío y el shock tras el incidente. Luego de unos minutos, lentamente, se fue y no le dijo a nadie lo ocurrido. A pesar de la figuración que de sí mismo tenía, este aparente cambio se lo explica en que, probablemente, de haberlo denunciado, habría requerido que pusiera en peligro su propia seguridad personal. Todos podemos creernos buenos, pero, al parecer, no lo somos plenamente. Somos seres caídos y no aguantaríamos el sacrificio máximo que otro hizo en la cruz por nosotros. Queda claro que no.

Lamentablemente, el protagonista no supera el percance y la novela seguirá su curso hacia una curva descendente del estado de ánimo de Clemence. Un incidente común con un motociclista le trastoca totalmente la visión que tiene de sí mismo. Camus trata de revelar que el protagonista pasará a entender toda su vida como una farsa. Se le revela que esta la ha vivido en búsqueda del honor, el reconocimiento y el poder sobre los demás, pero no por ayudar al prójimo. Al darse cuenta de esto, del egoísmo triunfal que todo ser humano detenta, ya no puede vivir como antes. La epifanía precipita una crisis emocional e intelectual para Clamence, al punto que la mera idea de la justicia le causa repulsión, por ser símbolo de su incoherencia y poca consistencia. En última instancia, Clamence responde a su crisis emocional-intelectual retirándose del mundo. Cierra su bufete, evita a sus antiguos colegas, a la gente en general, y se entrega por completo al libertinaje intransigente. Ya recluido definitivamente, su interlocutor le escucha la loca idea, con el estallido de la guerra y la caída de Francia, de unirse a la Resistencia francesa, pero decide que hacerlo sería en última instancia, inútil. Luego huye, termina en Túnez, los aliados lo toman preso. Al final, pasa mil peripecias más, solo para darse cuenta de que la muerte de Dios implica, por extensión, la idea de la culpa universal evidente y la imposibilidad de la inocencia. El argumento que Clamence postula es que la liberación del sufrimiento al que nos sume este mundo sin lógicas objetivas y sin sentido, se logra solo a través de la sumisión a algo más grande que uno mismo. El protagonista, a través de esta sentida confesión, se plantea en juicio permanente contra sí mismo y respecto de los demás, dedicando su tiempo a persuadir a quienes lo rodean de su propia culpabilidad incondicional, nacidos eminentemente en pecado, y de aquella necesidad de lo divino. 

Y es que, en conclusión, tras lo explicado, no creo exista otra opción. Necesitamos de la experiencia divina. Lo que nos plantea Camus a través de estas tres novelas que caracterizan su tránsito, es el mismo camino que trazó Dostoievski en Crimen y Castigo (1866), que termina en el mismo hallazgo; al igual que Dante en La divina comedia (1320): Dios en su revelación máxima, aquella que reza nuestra falibilidad y pobreza. Nuestro mundo solo se puede sostener sobre algo más grande, que nos supere y nos entregue aquello de lo que carecemos. La confianza moderna en el individuo que, autónomo, es capaz de dialogar, compadecer y forjar con otros un mundo solo sostenido en su voluntad, es imposible, ingenuidad pura; y el posmoderno, por otro lado, simplemente flota en la Nada. Esta idea de que seríamos capaces, tras la Revolución francesa, de forjar un Novus ordo, al margen de Dios, no solo cree superar el adagio ya antiguo de ex nihilo nihil, sino que choca con la realidad: la falibilidad de nuestra voluntad. Las consecuencias, creo, están a la vista.

Ahora, ¿por qué sería esto relevante para la derecha? ¿Cuál sería la razón que sostendría este es un trayecto obligado para nuestro sector? Porque, como ya he definido en alguna entrevista, ser derecha es poner un atajo, alguien que coloca un muro contra la posmodernidad y sus consecuencias nihilistas. Es ser defensor de elementos culturales importantes, como la tradición judeocristiana o el derecho romano, y que han convertido o le dan sentido pleno a nuestra civilización. La confianza moderna, propia de El hombre rebelde (1951), en la voluntad humana de superar sus límites es ingenua o exagerada, y, con El extranjero (1942), creer en la Nada posmoderna, es simplemente suicida. La derecha asume La caída (1956), la abraza, con Raskólnikov se funde con Sonia; con Dante, sigue a Beatriz hasta observar lo inobservable. Se solaza en la grandeza de Dios, en ese sacrificio del cual no somos capaces, pero sí podemos admirar. Esa humildad de la que carece el hombre moderno y que es la marca registrada, el símbolo del pecado de Caín que lleva el actual inane sujeto posmoderno, debe ser la impronta del hombre de derecha puesto que lo alejará de proyecciones sociales inútiles, propia de la megalomanía humana, conformada por sueños y esperanzas sin sentido, así como de los peligros de no respetar la antropología humana falible, encuadrada en una ontología que debemos conocer antes de actuar. El camino está trazado en dimensiones intelectuales, que pueden ver en mi libro Girar a la derecha (2021), así como existenciales en este breve escrito. Comencemos pues, que ya es hora.  

 
 
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