UNA CONVERSACIÓN INCÓMODA

 

No hay plazo que no se cumpla y, esta vez, había que levantarse temprano. Era esperable que las filas fueran inmensas por la expectación, a mi parecer, infantil, ingenua, de participar en un supuesto proceso “histórico”. De todos modos, estábamos obligados. Hay tantas libertades que hemos perdido desde el supuesto “estallido” social, la insurrección, como la llamo el gran Villegas, que ya no sorprendía la vuelta del voto obligatorio bajo esta ilusión de una supuesta elección crucial. Para mí, tras mucho cavilar, era simplemente votar entre ser la Venezuela chavista o la Argentina kirchnerista, es decir, quisiéramos o no, entraríamos a como dé lugar en un ciclo estatista, era inevitable. Nuestra historia se estaba repitiendo y el siglo XX volvía para atormentarnos bajo promesas renovadas, pero que olían a los mismos engaños de siempre. Nuestra era actual es aquella del hombre masa, aquel ser famélico de ideas y de un decente orgullo, que ve en la estatalidad la solución a todos los problemas que le aquejan.

Esa mañana pensaba en todo esto, apesadumbrado, mientras miraba, a lo lejos, la sede de votación ya abierta. Como siempre, la Escuela Básica Alemania de San Bernardo estaba predispuesta. Al menos esta vez, ya no estaban esos indecentes que, ebrios de triunfo, llegaron la vez pasada a izar la versión negra de nuestra bandera nacional, procurando generar un decadente ambiente festivo ad portas del plebiscito de entrada, cuyo resultado nos sumió en un proceso de despilfarro de recursos públicos, en la toma del poder por agrupaciones políticas poco preparadas alejadas de los cánones democráticos y, finalmente, en la experiencia de la política en aquella faz que Jaime Guzmán encontraba más cruenta: la mera búsqueda inescrupulosa del poder.

Conforme me acercaba, las filas se hacían más largas. Como acostumbraba, volteé a mirar a aquellos que iban detrás de mí. Siempre lo hacía para reducir el tiempo de espera. Pensaba, si podía adivinar qué pasaba por la cabeza de mis compatriotas, alcanzaría a pispar sus miedos e inquietudes y entonces aparecería el hombre en toda su plenitud. Ecce homo. Además, muy en contrario a lo que quizá Nietzsche querría, me era habitual la sensación de una igualdad inexpugnable que lo embarga a todos cuando se está en espera del ejercicio de la soberanía. Todos en la misma tónica, a punto de emitir su voto, su parecer, ante la situación del país. Sin dudas, éramos todos hijos de Dios: igualmente febles y caídos. A veces, en otras ocasiones, me inundaba la necesidad de conversar con ellos, de convencerlos, que había que votar “Rechazo”, que nos dieran más tiempo. La derecha podía convertirse en una opción seria, legítima para atender a los nuevos problemas o pseudo problemas que aparecían en nuestro horizonte común, pero siempre respetando sus propios principios. En contrario, en este momento no sentía este último llamado. Me temía lo peor.

De pronto, puse atención en un joven en particular que se posicionaba en el último puesto de la fila. Llevaba el pelo largo, tomado con un cole desgajado a simple vista y, al parecer, bien desaseado, como si hubiera estado tomando alcohol la noche anterior a este “magno” evento. Iba vestido con unos jeans desastrados y un chaleco largo, como esos tipo “andino”. De repente, el chico, presuroso, tomó un celular, de esos “ladrillos” que todo el mundo tenía antes cuando los celulares y dijo “Tranquilo, Mario, voto altiro…”. Entonces, desconcertado ante lo que veía, simplemente lo supe: era mi versión adolescente. Estaba sorprendido. ¿Cómo podía ser posible? Miré, temeroso, hacia todos lados, procurando ocultarme de la mirada de mi legañoso amigo. ¿Alguien me estaba jugando una broma? ¿Quién siquiera se atrevería a perder el tiempo de esta manera? No era importante, nadie me conocía más que como profesor y como ocasional escritor. ¿Estaba inmerso en un cuento de Borges? ¿En qué laberinto he terminado? No lograba comprender suficientemente la situación. Y ello me incomodaba. No soy asiduo al descontrol. Solo sabía que el tipo estaba ahí, expeliendo tragos a leguas y, de seguro, pensando que estaba, como ya podía avizorar, cambiando el mundo con solo estar ahí, listo para emitir su nefasto voto. Desde niño estuve pendiente, inmerso en el asunto “político”. Mi madre de izquierda y mi padre de centroizquierda, me habían inculcado desde pequeño una especie de resentimiento, aquella desviación moral de la que habla Scheler, siempre despierto, atento, a proferir slogans mal pensados, ideas a medio hacer, ante cualquier sujeto que osara discutir la probidad moral de mis posturas o la certeza de que la derecha solo deseaba el mal para el resto. Era inconcebible para mí el pensar en contrario. El shock que significó conocer en mi etapa universitaria a muchas personas, aún amigos, de derecha, aminoraron mi estupidez, pero no la alejaron de la central visión que me impulsaba. Y, calculo, mi versión moza presente a mis ojos estaba en esos precisos momentos en que todavía no leía a Ortega y Gasset, el principal motor de mi cambio de mentalidad. Sospecho, ni siquiera llegaba a visualizar en sus más pútridos sueños que publicaría un libro que indicaba como lección principal, justamente, ir en contra de todo lo que creía hasta ese instante. Luego, se apoderó de mí la idea de que, quizá, esta ocasión era relevante. Si de alguna manera, las líneas de tiempo se habían cruzado y estaba, efectivamente, en presencia de mi versión pendenciera y estulta, debía ser porque “algo” quería que me comunicara con él. Dios quería evitar una muestra más de aquella ignorancia política que llenaba mi ser, la cual solo existía apuntalada por mis sentimientos, ni siquiera bien entendidos, y en un resentimiento moral imposible de controlar a esas alturas.

Me rehíce de mi impresión primera y, como ya sabía, me detendría en la pizarra que está a la entrada para verificar, inseguro como soy, la ubicación de mi mesa, la 213. Esperé un momento, hasta que ese esperpento social se acercó, como preví, al lugar predicho. Somos animales de costumbres. Mientras le miraba de reojo, pude ver con más detención: esa barba enorme y greñuda, su complexión descuidada, toda su complexión me generaba reticencia. Sin embargo, me armé de valor, sabiendo que mucha inteligencia o perspicacia se ocultaba detrás de esa forma imperfecta, y le dije:

-Hola. Oye, una pregunta, ¿qué vas a votar? Estoy haciendo una encuesta y quisiera saber tu opinión.

Me miró extrañado. De seguro sabía que persona alguna podía venir a preguntar algo así en ese preciso lugar y momento. Con todo, preveía que no se escabulliría. Jamás me escapé a una oportunidad de proferir mi opinión. Concluí, mi versión joven, tampoco lo haría. Entonces, dándome la razón, me dijo:

-Pues, por el apruebo, obviamente. La Constitución de Pinochet no puede seguir ahí como si nada.

Mi asco apareció con aspaviento. ¿Cómo era remotamente posible que fuera tan estúpido? ¿Cómo podía preferir una institucionalidad basura, aunque ello proviniera de un supuesto evento más legítimo? Logré superar mi reacción inicial y, renunciando a mi engaño de manera inmediata, espeté:

-Pero, eso no tiene sentido, hombre. Nadie puede tomar una decisión basándose en el mero origen del asunto. Es decir, ¿no tomarías un consejo solo porque proviene de tal o cual persona? ¿Acaso prefieres irte al infierno solo abrigado en la fijeza supuestamente inquebrantable de tu propia decisión? ¿A quién pretendes impresionar?

Todo esto no le debe haber gustado. Por supuesto, reaccionó molesto. Sin embargo, apelaba a su capacidad de cambiar de ideas. Siempre me consideré un hombre libre en su integridad y eso incluía mi capacidad de no estar de acuerdo conmigo mismo y cambiar de parecer. Más encima, jamás hubiera dejado un debate. No se iría. Me confrontaría. Entonces confirmando mis deducciones, dijo:

-Entiendo la idea, pero no pretendo impresionar a nadie, menos a ti. Soy individualista, me interesa una mierda el resto.

-Entonces, ¿me podrías explicar por qué vas a votar por una propuesta que implica más Estado? El apruebo le da rienda suelta al colectivismo, a más soluciones desde el Estado. Es decir, a políticos tomando decisiones por ti. ¿Qué tiene de individualista eso?

A estas alturas, mi encono me había hecho olvidar con quién hablaba. Desde hace un rato lo miraba directamente, como enfrentando algo indeseable. Él también parecía haberse dado cuenta ya de con quién hablaba. La borrachera no le duró mucho más tras darse cuenta. Me miró incrédulo y profirió un “…no puede ser posible”. Enseguida, lo tomé del brazo y le dije que saliéramos. Un poco esquivo, de todos modos, se dejó llevar. La curiosidad era más fuerte, siempre lo ha sido. Por lo mismo, me he convencido que, algún día, Dios me perdonará el haber dudado de él solo por curiosidad insaciable. Quizá, erróneamente, entendí desde pequeño que dicha creencia anulaba toda posibilidad de conocimiento. El saber la verdad de antemano parece alimentar la abulia mental. Saliendo de dichos pensamientos, a continuación, nos colocamos en la esquina en la cual nos juntábamos regularmente con papá tras haber votado, en Santiago con Caracas. Lo miré, nuevamente:

-¿Sabes que estás condicionando tu futuro?

- No creo que sea para tanto…

- Eres demasiado joven, impetuoso…te faltan lecturas, experiencias. Todavía estás llorando porque te quieres salir de la carrera de Derecho, ¿no?

Me miró furioso. Sabía que le podía doler. Nada más quejoso que la decisión de salirse de una carrera que ha generado solo problemas, deuda y malestar en nuestra madre, quien nunca quiso aceptar que nos queríamos salir. Es fuerte la inercia de la aceptación social. Tal vez Lastarria tenía razón cuando espetaba que nuestro desdén hacia las profesiones y actividades industriales provenía del prestigio que asociamos al ser abogado o cura desde los tiempos de Indias. Seguí con mi increpación:

- William, debes entender…esto no es futuro. Mañana vas a comprender lo que de verdad es ser individualista. Leerás a Fernando Savater y reflexionarás que serlo es saber convivir con los demás, pero desde tu propia identidad. Luego, atenderás que un Estado pequeño es la mejor solución política para respetar la individualidad de todos, asumiendo la responsabilidad moral de tus propias decisiones. Esa misma lógica lockeana reverberará en los criterios que seguirás toda tu vida, incluso en el colegio que fundarás. Te encontrarás con Ortega y Gasset, estudiarás filosofía como si no hubiera mañana, y seguirás ese camino, sin descanso, siempre tratando de apuntalar lo que crees saber y cuestionando lo que sabes. En contrario, sin embargo, no tendrás dudas que un sistema político que instala élites basadas en la etnia; sin Senado y, por lo mismo, sin posibilidades de enmendar errores legales; sin la posibilidad de que las clases más bajas puedan acceder a ser propietarios de su propio hogar; que desmiembra al país en reductos odiosos entre sí y que guardan solo furia contra los chilenos que les pagarán sus privilegios; que crea un trato especial a nivel judicial para algunos y que muestra preocuparse más en establecer promesas populistas antes que en efectivamente tener el financiamiento necesario y la productividad correlativa a ella; todo eso es una condena para tu futuro y la de tu país. En definitiva, renunciarás al Fiat iustitia et pereat mundus que inunda tu mente en este mismo instante.

Tras pensarlo un momento, como si reflexionara en serio, escéptico, dijo:

- No lo creo, nunca hemos caído en eso. Todo lo que se logró son cambios que eran necesarios para que podamos mejorar las condiciones de vida de nuestro pueblo. Todo va en esa dirección. ¿Cómo hacerlo si no es por vía del Estado? El mercado genera desigualdad y la única manera de corregirlo es por medio de la acción estatal.

- Tan Pigou para tus asuntos. Y, en todo caso, ¿por qué te importa tanto la desigualdad? –le comenté-. Por ejemplo, imagínate dos personas –empecé a hablar como profesor, algo que él todavía no sabía que sería-, uno con un auto y otro sin uno. Imagina que las cosas mejoran económicamente: ahora quien poseía un auto, tiene dos, y el que no tenía, tiene uno. Aunque la diferencia siga siendo la misma: un auto, aquel que no tenía un auto, ahora tiene, es decir, ha mejorado. ¿Importa, entonces, la diferencia, la desigualdad que tanto te perturba el sueño?

Ese ejemplo lo había ocupado mil veces en mis clases de economía básica en uno de los colegios en los cuales trabajé. Era infalible porque, de algún modo, desnudaba lo superfluo de la preocupación materialista de la izquierda. Por supuesto, conociéndome, no me iba a quedar callado:

-Pero no entiendes una cosa: cuando hablamos de desigualdad, hablamos del acceso. No puede existir desigualdad en el acceso a la salud, a la educación o a la protección social ante la vejez. Eso es inmoral. No puede permitirse eso.

Claramente, ya estaba preparado para este argumento atriano que, por supuesto, él todavía no se daba cuenta que repetía:

-Pero, hombre, eso es fácil de resolver. Ampliemos los subsidios que mejoren las externalidades positivas. Los cheques escolares han mejorado las posibilidades de acceso de miles de estudiantes. En salud, muchos han logrado mejorar su servicio a partir de los bonos de Fonasa en entidades privadas. Para qué decirte que los números avalan el sistema de las AFP: el 70% de los montos corresponde a gestiones hechas por las aseguradoras privadas y…

Me interrumpió, perturbado:

-No, no, no. Cuidado con lo que dices. Estoy seguro que los números no son esos. Lo único que veo es gente con pensiones bajas, en filas interminables para atenderse en un sistema de salud paupérrimo, y en colegios de baja calidad, pero con nombres en inglés. Es todo un engaño, un simulacro de…

Le detuve, inmediatamente:

-William, reflexiona. ¿Por qué las pensiones son bajas en estos momentos? Por la baja cotización. Además, el mercado del trabajo no mejorará si no somos más productivos. En algún momento leerás a un historiador británico, Niall Ferguson, quien te enseñará sobre la importancia de la ética del trabajo para que Occidente fuera lo que fue. En la medida que se produce más, los sueldos aumentan y mejora el nivel de ahorro de las pensiones. Íbamos aumentando los sueldos hasta que llegó el segundo gobierno de Bachelet, el que tú también votaste. Incluso, se puede aceptar mayor fiscalización para que las cotizaciones se hagan efectivamente y ayuda estatal para solventar lo que falte. Con todo, un sistema controlado por el Estado no te garantiza nada. Piensa, es dinero manejado por los políticos, ¿qué te asegura eso? En salud, las reformas estatales, como la priorización de las enfermedades AUGE, han provocado más filas y, como si esto no fuera poco, quieren engrosar más estas, obligando a más de 3 millones de personas a atenderse en un sistema público de salud del cual, por cierto, van a poder participar los privados, pero siendo manejados por una agencia estatal por vía de lo que más duele: el presupuesto. Para qué decir lo que ocurrirá con la educación. Te propongo un ejercicio: desagrega los puntajes PSU o Simce. Desde que se instaló esta idea de que los colegios particulares subvencionados tenían un rendimiento muy cercano a los liceos públicos, todavía los colegios emblemáticos estaban incluidos en la métrica y todavía seleccionaban. Anda a mirar el asunto ahora. Dejamos de seleccionar, el Estado aumentó su intervención en la educación y mira cómo estamos. Pero, claro, ya nadie habla de eso. Todos están convencidos de que lo estatal solucionará todo. Te digo más, toda esta decisión y lo que implica, tampoco parece importar…cuando estudies más, aunque puedo equivocarme, te darás cuenta que, de todas maneras, si gana el rechazo, las reformas estatólatras se van a dar igual. La centroderecha no defiende actualmente a sus votantes, solo una agenda internacional de la cual participan o quieren participar, cuya consecución miran como una muestra de evolución política, pero que, llegado el momento, se revelará como simplemente una renuncia a sus convicciones. Por eso he llamado en mi libro a “girar hacia la derecha”…

Volvió a interrumpirme, aunque esta vez con ojos anhelantes:

-¿Escribimos un libro?

No podía creer su satisfacción. Es cierto, siempre quisimos, desde pequeños, crear algo así. Por supuesto, no es que hayamos escrito una obra maestra, pero, aunque llegara a ser el único libro que escribiera, considero que fue un aporte. Y estoy seguro que él, con el tiempo, también lo entendería así, aunque se decepcionara hoy de su contenido. Contesté:

-En efecto, así fue. Pero es un libro que representa tu propio giro ideológico. Pasaste de leer una que otra cosa de Marx a la socialdemocracia y luego al liberalismo. Tenderás a una centroizquierda que, justificada, quizá, moralmente, no tiene las herramientas intelectuales para conseguir sus objetivos. Te enamorarás de Kant, Mill, y luego de Savater, Ortega y empezará tu conflicto. Te vaticino: jamás saldrás del aprendizaje que Ortega te otorgará. Lo irás complementando, seguirás leyendo, pero no huirás de sus meditaciones. La literatura en general también te encantará, más de lo que te provoca hoy, y la ocuparás en tus reflexiones. Cervantes, Dante, Camus y, especialmente, Borges, te robarán el corazón y verás que todo ello se plasmará en tu libro. Al final, te reconocerás como liberal, pero desdeñarás de lo que ello significa en tu país. Buscarás sus raíces, propondrás una solución, y pelearás, con tus propia armas, contra aquellos que se dicen tales o con los que identificarás como un peligro para tu futuro y el de tu país, incluso dentro de lo que reconocerás como tu sector político. A mayor abundamiento, te enamorarás, y dedicarás tu libro a tu novia y a tu hija. Esta última, será la luz de tus ojos, aunque no provenga de tu semilla.

Esta vez, arrobado, mi joven versión solo pudo balbucear. No se esperaba esta información. Tras salir de su marasmo, solo pude terminar mi alocución, aludiendo lo siguiente:

-Esto me puede ser imperdonable frente a mi propia convicción de que la gente necesita pasar por el valle de lágrimas antes de comprender la verdad. Si esta última referencia te llama la atención, pronto te darás cuenta que tus nociones cristianas se van a ir reforzando, y solo porque así tú lo quisiste. Sin embargo, como buen liberal, debería seguir mi instinto y añadir que solo tú puedes decidir qué hacer. Nadie puede obligarte a nada. Con todo, y me vuelvo a disculpar, te pido que reflexiones y lo hagas por tu familia. Especialmente por tu hija. Como bien sabrás después, el despilfarro de hoy no lo pagarás tú, al menos no inmediatamente. Tu hija, y las próximas generaciones pagarán las consecuencias. Sobre este último punto, verás ejemplos claros a medida que vayas creciendo intelectualmente.

Como si hubiéramos decidido ambos terminar una conversación incómoda, tomé conciencia de que nuestro padre pudiera llegar pronto, mientras él se tomaba la barbilla, ensimismado, mirando hacia otro lado, aún entristecido. Entonces me fui, no sin antes desearle lo mejor y abrazándolo. Sospechaba, jamás lo volvería a ver. Tampoco deseaba hacerlo. Me conformé con saber que estaría pensando en lo que dije. Volví a mi fila, presuroso. Había quedado de volver lo antes posible a casa con mi mujer e hija. Mientras esperaba nuevamente para emitir mi voto, me volví más de alguna vez y, para mi sorpresa, me percaté que mi versión adolescente ya no estaba. Habrá decidido no votar, o quizá todo fue producto de mi atormentada imaginación, la que no me permitía irme de ese lugar sin haberle dicho a algún joven, imberbe e ignorante de por ahí, que estaba equivocado, que estaba en sus manos lo que ocurriría para todos nosotros en este país tan dado a la porfía. Dios quiso, tal vez, en su infinita sabiduría, que me enfrentara a mí mismo, en tanto esos púberes, me temo, no son más que el espejo de mi propia pretérita petulancia adolescente sin fundamento.

Tras votar, me fui, esperando que los resultados no fueran un fraude, pero más tranquilo conmigo mismo, pensando que, por fin, se me había dado la oportunidad de exorcizar mis demonios. Me podía ir a la tumba tranquilo.   

 
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