EL FALSO PROBLEMA DEL INDIGENISMO EN CHILE

 

Dedicado a Daniel de la Fabián, de quién nació la idea.

Hace algún tiempo, propuse que una de las razones por las cuales la Convención Constitucional había fracasado, era porque no había puesto atención a la constitución social de la propiedad(1). Sin embargo, quisiera ahondar en otro aspecto problemático: su inclinación evidentemente indigenista. Esta actitud a favor de una especie de compensación histórica, a la cual todos estaríamos obligados, por cierto, por supuestos abusos históricos cometidos, no es solo una postura propia de aquellos posmodernos que, alimentados por culpas inextinguibles y siempre extensibles, asumen como obligación el estar del “lado correcto de la historia”, como diría el abogado estadounidense Ben Shapiro, sino que, asimismo, son una muestra más de un diseño institucional poco avenido a la realidad y que busca transformar la misma, justamente como supone la nueva propuesta constitucional en nuestro país. Tal como describiría el filósofo irlandés Edmund Burke sobre la Revolución Francesa en Reflexiones sobre la Revolución en Francia (1790), la revolución chilena y su hija, la nueva Constitución, no son más que la instalación pretendida de un diseño institucional ajeno a la realidad de su pueblo, a sus tradiciones y maneras. Nuestro filósofo venezolano-chileno, primer rector de la Universidad de Chile, Andrés Bello, predijo en su texto “Constituciones” (1848), que cualquier pretensión de no tomar en cuenta la situación del país, haría fracasar este documento, el cual flotaría como hoja al viento sin llegar jamás a destino. De este modo, se puede visualizar que el animus constitucional respecto del indigenismo, no responde suficientemente a la realidad. Por solo dar un ejemplo, según el Censo de 2017, la población indígena, incluso la que meramente se identifica como tal, alcanza la suma de 2.185.792 individuos, un 12,8% de la población(2). Es decir, estadísticamente, la nueva Constitución instala una élite política, ciudadanos de primera y segunda categoría, ajena a la composición social efectiva del país. En conclusión, está claro que una Constitución creada al margen de la realidad nacional, de nuestra concreta condición social, económica, política y cultural, está destinada a fracasar.

Sin embargo, me gustaría ahondar en un aspecto más profundo de la cuestión. Una Constitución indigenista no solo fracasa porque se constituye en un ejercicio de privilegios elitistas incuestionable según los datos proporcionados, sino también porque el chileno promedio es aspiracional. En lo que sigue, pretendo rastrear el origen de nuestra disposición para con los indígenas, para luego establecer que el grueso de nuestra población aspira a una mejora de sus condiciones socioeconómicas pero cuya imagen ideal no está asociada al fenómeno indígena. Por lo mismo, para el chileno “de a pie” es inasimilable esta nueva Constitución, en tanto no pretendemos someter nuestras condiciones existenciales al ideal indígena, sino a otros imaginarios.

Por de pronto, ¿cuál sería el origen de la imagen que tenemos respecto de los indígenas? En general, dicha visión que comparte la población chilena se sustenta en diversas fuentes, dentro de las cuales podemos, primero, avizorar, los “Ensayos” del filósofo francés Michel de Montaigne. En uno de esos ensayos intitulado “De los caníbales”, incluido en la primera edición del Libro I, de su enorme obra (1580), Montaigne, tras reconocer virtudes y defectos en los aborígenes, sin embargo, recalca la degradación del indígena a raíz del contacto con los europeos. Para el francés, el contacto cultural no habría traído mejoras o progreso para el indígena, sino desastre y decadencia. Incluso, se apura a recomendar a los europeos aprender de las costumbres indígenas, asimilarlas, adoptar algunas para que Europa vuelva a tener una visión valórica adecuada a aquellos que la hicieron grande. Estas disquisiciones, que parecen de un lejano origen, quizá poco dable que se transmitieran con fruición en los círculos intelectuales nacionales y, posteriormente, a la población en general, se traducen en posiciones similares en Jean Jacques Rousseau y el mismo Voltaire, filósofos que sí fueron analizados por los criollos y, de alguna manera, dadas a conocer al pueblo, en la medida de lo posible, antes y durante el proceso de Independencia (1810-1818)(3). La imagen de que Europa habría corrompido al natural, que solo le habría traído desgracias a raíz de su voraz apetito por riquezas, dándole rienda suelta a su crápula, refulge en el buen salvaje de Rousseau y en las apreciaciones del Cándido de Voltaire, una vez este último se adentra en “El Dorado”.

A esta visión más bien elegíaca, podemos sumar también el aporte que a esta caracterización proporcionó el poema del soldado Alonso de Ercilla, “La Araucana”, publicada durante el siglo XVI. Este escrito, que revela las peripecias de los soldados españoles durante la Guerra de Arauco, describe una relación ética y condescendiente con los indígenas. Ercilla culpa a Valdivia por su propia muerte, a raíz de los abusos que el Capitán habría practicado con los naturales, le conmueve el sufrimiento indígena y, supuestamente, queriendo ensalzar las glorias y la legitimidad de la campaña española, de todos modos, destaca la visión heroica que el poeta le reconoce a Caupolicán, Lautaro, Galvarino y Colocolo. Para España, la descripción de Ercilla se suma a la preocupación que los teólogos durante el Siglo de Oro demostraron por la condición de los indígenas. Sin ir más lejos, el mismo Francisco de Vitoria en “De indis” (1532), desde Salamanca, recomendaba al rey tomar en cuenta que los naturales eran hijos de Dios, igual que los españoles y que, por lo mismo, como prójimos, suponían un trato cristiano.

La visión gloriosa que los franceses construyeron del indígena, y la crítica moral de los españoles a su propia campaña de conquista, supuso la instalación de una imagen indígena en América muy distinta del negro africano o del asiático, más sujeta e inclinada a la compensación y a la preocupación por su destino, al menos en el papel. Y en Chile el asunto no fue distinto. Sin embargo, esta imagen contrasta con otro aspecto de la identidad nacional: el elemento aspiracional del chileno. Quisiera retratar este punto a partir del pensamiento de uno de nuestros grandes filósofos, José Victorino Lastarria, y algunos ejemplos literarios.

El padre del liberalismo chileno(4), Lastarria, en sus “Investigaciones sobre la influencia social de la Conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile” (1844), caracterizaba al legado español como uno de los más nefastos sobre la tierra, sin parangón alguno. Reclamaba el insigne autor que, tras tres siglos de historia, la Colonia solo había preparado a un ser chileno abúlico, acostumbrado a la quietud intelectual. Incapaz de visualizar las cadenas a las que estaba sometido, el Chile colonial no propendía a su independencia e, incluso, se resistió a la misma por su precisa configuración social quitada de bulla y de grandes hazañas. No obstante, aquello, e importante para la discusión presente, recalcaba Lastarria la gloriosa resistencia que los araucanos habrían mostrado al yugo español. Reconocía en Caupolicán y Lautaro a líderes indiscutidos en tan elevadísima campaña. En un tono muy ercillano, los araucanos, para el filósofo, fueron grandes contendientes que solo intentaron salvaguardarse a sí mismos y sus costumbres. En resumen, el filósofo rancagüino demuestra una y otra vez ser hijo de su tiempo, un producto, al menos en un primer momento, de las disquisiciones francesas y españolas que comentábamos: la visión glorificadora francesa y la culpa o crítica española. Con todo, en el mismo texto señala que el orden español suponía una distancia sideral entre las clases privilegiadas españolas y el resto de la sociedad mestiza y, en menor medida, de los criollos quienes, aunque también privilegiados, de todos modos, estaban relegados, según describe en su “Bosquejo histórico de la Constitución del gobierno de Chile” (1847). Los indígenas habrían tenido ya, en la última etapa del período colonial o de indias, poca importancia, especialmente cuando empezaron a desaparecer y ya no formaron parte de la fuerza de trabajo. De estas suertes, el resto de la sociedad solo aspiraba a ser como el español, en tanto las condiciones de vida o los derechos de las clases altas peninsulares eran mejores. Exactamente lo mismo destacan otros pensadores, como los historiadores Simon Collier y William Sater en su “Historia de Chile: 1808-2017” (2019), respecto de la actitud mestiza. Según ellos, tras la baja en un 80% de los indígenas en la Capitanía General de Chile, lo que quedó fue la gran masa de mestizos. Tras las prácticas abusivas de los españoles en el sistema de trabajo encomendero, y la aparición en masa de los mestizos, la fuerza obrera se compuso especialmente de estos últimos quienes, asociados a la imagen del “inquilino” o del “roto”, buscarían siempre su asimilación o congraciarse con las clases altas. Muchas veces, según estos mismos historiadores, los pocos indígenas que aún estaban sometidos a los trabajos españoles, incluso, se harían pasar por mestizos para conseguir un mejor pasar y mejorar sus expectativas. El elemento aspiracional, de este modo, se hace patente en nuestra identidad nacional desde siempre.

El filósofo chileno ya mencionado profundizará esta visión de lo aspiracional en “El manuscrito del Diablo” (1849). En esta historia, Lastarria nos comenta que el diablo, en uno de sus viajes, recorrió nuestro país. Producto del mismo, habría relatado lo que vio en una carta que dejó olvidada. En ella Belcebú habría destacado el elemento aspiracional del chileno, aquel que envalentonaba a nuestros coterráneos, producto de su mismo avance cultural y contacto con el mundo, para el siglo XIX, a ser, ahora, franceses. Esto llevaría, según Lucifer, a que la aspiración sea tan fuerte como para aparentar siempre ser “otros”, vestirse y adoptar las maneras foráneas y hasta a molestarse o resentirse cuando uno de los coterráneos efectivamente lograba ascender, envidiando la suerte de aquél en su éxito mimético. Dirá Satán, y solo parafraseo, “…apenas uno comienza a elevarse, como globo, los demás son tan apegados, aparentemente, a la idea del conjunto, de lo colectivo, que buscarán por todos los medios bajarle, para que no se escape, agarrándolo de los pies si fuese necesario”.

Más allá de los deleznable de esta actitud resentida, lo destacable, para nuestro cometido, es esta noción aspiracional, pero en la cual la imagen de lo indígena brilla por su precisa ausencia. Según lo analizado, estaría en el ADN nacional, más allá de a qué clase social se pertenezca, aspirar a ser “otro”. Primero, ser español, luego, francés, pero en ningún caso indígena. El tema francés se ve más claro cuando se analiza la primera novela nacional(5), “Martín Rivas” (1885), de Alberto Blest Gana. Si bien el escritor quiere plasmar a Martín Rivas, el protagonista, como el héroe provincial cuyo porte moral le habilita para mediar en todos los conflictos que aparecen en la novela, el trasfondo representado por la familia Encina y los Molina es evidente. Ambas son aspiracionales, en cuanto los últimos buscan arribar a mejor condición, emparentándose a la fuerza con los primeros, y los Encina, cuyo miembro más burdo, Agustín, tras unos años en Francia, aparenta todo el tiempo tener mayor prosapia y porte cultural por dominar las maneras parisinas. La historia de amor entre Martín, el protegido pobre, pero con talento, de don Dámaso Encina y la hija de este, Leonor, pasa en muchos pasajes del texto a un segundo plano. El tema aspiracional se toma muchas veces el protagonismo del libro.

Avanzando en la historia de nuestro país, todavía, aunque no se crea, podemos revisar un último ejemplo: “El socio” (1928) del abogado, escritor y periodista chileno Jenaro Prieto. Las inversiones mineras británicas en el Norte de Chile y su importancia comercial en Valparaíso parecen haberse tomado parte del imaginario chileno también. En ese sentido, la historia de Prieto comienza cuando a Julián Pardo le ofrecen un negocio. Para zafarse del mismo, Julián alude a que, primero, debía consultar a su socio inglés la conveniencia de tal aventura comercial. A medida que avanza la novela, este socio inglés, que en realidad no existe, va tomando forma, tanto que va relegando a la persona de Julián. Algunos, incluso, le mandarán a Pardo preguntar a su socio por recomendaciones de negocios. El sin sentido llega al punto que la única manera de zafarse de su socio, quien amenaza con tomarse toda la identidad de Julián, es suicidándose. Pero aquí podemos observar cómo, en el fondo del corazón del chileno, está también, esta vez, la idea del aspirar a ser ingleses, el reducir su identidad y su parecer ante el de los extranjeros, que son considerados “superiores” a uno, el ir adoptando sus costumbres por evaluarse “mejores”. Los personajes de la historia consultan a Pardo porque consideran el consejo de Walter Davis, el socio, como de mayor valor y envergadura que el criterio propio.

De este modo, es entendible que el fenómeno aspiracional ha estado presente desde el origen de lo chileno en su imaginario. A pesar de las quejas que algunos han esbozado, como las de Óscar Contardo en su terminología de lo “siútico”(6), el chileno es así. Aspira a mejorar dentro de los cánones de lo que ellos consideran “lo mejor”, en una mezcla ecléctica difícil de definir, pero siempre actual. El resentimiento que le acompaña, del que nos habla Jaime Guzmán en algunas de sus alocuciones que, según él, caracteriza al chileno(7), tiene su origen en la consideración sempiterna de nuestros coterráneos que aquello que no se posee es, precisamente, lo que encarece nuestras vidas, las hace paupérrimas, las desvaloriza. Como diría Fernando Villegas en “De la felicidad y todo eso…” (2010) se engañan a sí mismos pensando en que su vaciedad espiritual puede ser llenada con aquello que tienen o son los demás. Sea todo esto verdad o no, ¿dónde está el elemento indígena presente en este rasgo cultural tan propio nuestro? ¿Aspira el chileno, siquiera los más desvalidos, en ser indígenas o adoptar el imaginario indigenista para sus vidas? Durante los trescientos años que duró el período colonial o de indias, los súbditos del rey de estos lares solo aspiraban a ser españoles. Más allá de las consideraciones que pudieran tener sobre de los indígenas, la lucha por la subsistencia era lo que colmaba su pensamiento. Los mismos criollos, más allá de tener buenas relaciones con los peninsulares, aspiraban a tener mayor consideración en su imaginario de lo que significaba tener poder, y eso los hermanaba con el resto de la población colonial o de indias que aspiraban a ser españoles. Luego, se produce la Independencia, alimentada por las luces de la Ilustración, y el consiguiente desarrollo durante el siglo XIX, produjo que las exiguas clases medias que empezaron a nacer a mediados de ese siglo quisieran ser, aspiraran, a ser como las clases altas que se disputaban el poder siguiendo las líneas liberales y conservadoras y, en el caso de estos últimos, todavía aspirando a ser franceses los primeros, y empeñados en conservar elementos españoles los segundos. Lo británico y, posteriormente, en Guerra Fría, evidentemente lo norteamericano, se toman también el ideario de lo que se aspira a ser durante el siglo XX(8). Con todo, lo indígena no alcanza a ser más que un componente étnico de nuestra nacionalidad perfectamente integrada o, por último, como el objeto beneficiado de un espíritu compensatorio, alimentado por las divagaciones francesas y, actualmente, universitarias norteamericanas, objeto final de nuestra expiación, pero nunca un ideal aspiracional al cual dirigiera sus esfuerzos el chileno promedio ni el de mejor condición.

Por lo mismo, es dado pensar que la nueva propuesta constitucional pierde adhesión ciudadana porque precisamente el chileno jamás ha aspirado a ser indígena. Sospecho que muchos lo ven, incluso, más como una anécdota turística, que otra cosa. El chileno siempre ha aspirado a mejores condiciones, pero nunca las ha asociado con el indigenismo ni mucho menos con la consideración del mundo indígena por sobre la chilenidad. Una Constitución que considera a los indígenas con la capacidad de establecer segmentos territoriales autónomos, expropiando tierras que los chilenos han considerado propias desde siempre o que, dentro de los márgenes de propiedad legítimos hasta ahora, efectivamente lo son; indígenas que serán juzgados de manera distinta a los connacionales, con privilegios para crear colegios u hospitales indígenas, no teniendo los mismos derechos los chilenos de hacerlo y; más encima, con poder de veto sobre las decisiones políticas que mejoren los proyectos de infraestructura pública, las iniciativas de inversión, las políticas sociales o todo lo que ellas, etnias especiales, consideren pueda ser lesivos a sus intereses particulares, no cuadra dentro de lo que el chileno promedio consideraría una aspiración.

En definitiva, el chileno no quiere ser indígena. Lo asocia con niveles más bajos o inferiores de vida y esta es una visión asentada desde los tiempos coloniales o de indias. El avance de la historia solo cambió la imagen de aquello a lo que se aspiraba o la complejizó, no la consideración particular sobre lo indígena la que, renovada de culpa en los cuadros posmodernos, solo tomó nuevas formas de compensación, alimentadas por los idealismos propios de los cuadros académicos universitarios tan dados a encerrarse como Montaigne en su torre para escribir sobre la realidad sin vivirla. Su efectivo lugar al margen de los imaginarios nacionales respecto de la mejor forma de vivir y su efectiva integración como componente étnico nacional, como diría el historiador Sergio Villalobos[9], permiten afirmar que es precisamente uno de los tópicos críticos de la nueva propuesta constitucional y que, en conjunto con otros, solo provocarán el rechazo de la misma.        

 
 
  1. Véase https://revistaindividuo.squarespace.com/ensayos/el-problema-de-la-constitucion-social-de-propiedad

  2. http://www.censo2017.cl/

  3. Véase Cid, Gabriel (2019) Pensar la Revolución.

  4. Esta afirmación puede ser discutible. Podemos considerar que existieron antes pensadores nacionales o avenidos a estas tierras cuyas obras poseían talante liberal, como Bello y Mora. En todo caso, ambos impactaron en el nacimiento cultural del país. Véase http://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-95483.html

  5. Se afirma por algunos que la historia Don Guillermo (1860) de Lastarria sería la primera novela. Sin embargo, el estudioso de las ideas Bernardo Subercaseaux afirma la novela de Blest Gana sería la muestra más genuina de tal. Véase (1981) Lastarria. Ideología y Literatura.

  6. Véase Contardo, Óscar (2008) Siútico: arribismo, abajismo y vida social en Chile.

  7. Véase Guzmán, Jaime (2019) Persona, Sociedad y Estado en Jaime Guzmán.

  8. Son impresionantes los ejemplos de cómo lo norteamericano tiene repercusiones en nuestro imaginario nacional, desde la comida, el lenguaje, nombres de calles y avenidas, y hasta de instituciones educacionales. Hoy en día existe un diplomado en la Universidad de Chile que estudia estos aspectos de manera profunda. Véase https://filosofia.uchile.cl/cursos/135369/diploma-en-american-cultural-studies

  9. Veáse la polémica que levantaron sus últimas afirmaciones en el debate nacional. https://www.latercera.com/culto/2019/05/17/sergio-villalobos-polemica-mapuche/

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