LA IDEA CONSTITUCIONAL DE EGAÑA: UNA DEFENSA DEL ORDEN

 

La idea de una Constitución, como emanación del deseo o de la existencia de un determinado orden, no es simple de concebir. Desde la Revolución francesa, ella subsiste con los anhelos de determinados pueblos por reconstruirse a sí mismos[1]. Sin embargo, otras experiencias históricas nos retrotraen a variadas nociones del mismo instrumento. El proceso independentista norteamericano y la luz que representó la experiencia británica nos alejan de aquellas conceptualizaciones constructivistas y de ingeniería social, como denunciaría habita en los enemigos de las sociedades libres Karl Popper[2], y nos allegan a lógicas que buscarían representar un orden prestablecido, más que construir uno. Habrá discusiones, debates de seguro, pero, al parecer, la permanencia de una u otra Constitución depende, en gran medida, de su capacidad de representar la esencia de dicho orden. Así lo atestiguaba el mismo Mariano Egaña (1793-1846), abogado y pensador chileno, redactor de la Constitución de 1833, quien vivió en carne propia la falta de ese orden durante los tiempos de la anarquía constitucional (1824-1830)[3].

El presente ensayo busca determinar con exactitud cuál era la idea constitucional de Egaña y la conexión que se supone el instrumento jurídico guarda con el orden, estableciendo, a su vez, las condiciones para la permanencia de esto último. Importante es destacar que don Mariano no es simplemente una figura menor para la derecha. En palabras de Aniceto Almeyda:

Podrá restarse a Egaña todo lo que se quiera del éxito inusitado de la organización política de Chile en el siglo XIX (…) pero siempre ha de quedar a su favor un saldo irreductible, suficiente para asegurarle un lugar prominente entre los próceres que contribuyeron a organizar políticamente el país” (Almeyda, 1948: VIII)[4].

Y, en parte, la manifestación más exitosa de un orden institucional ad hoc al ideario de la derecha se encuentra en la Constitución de 1833, al amparo de la cual “(…) la nación se organizó y prosperó (…) [con] casi un siglo de vigencia” (Almeyda, 1948: VIII). Por consiguiente, reflexionar acerca de quién logró plasmar en dicha norma jurídica todos sus ideales de un Ejecutivo fuerte, aunque no enemigo de las libertades (cuando estas no derivaban en libertinaje); de apego a la tradición, pero reformista y progresista, al punto de considerarse a sí mismo enemigo total de España; y su idea fundamental de las bases constitucionales es un must para la derecha en su necesario camino de resurgimiento intelectual.

Entonces, el primer elemento a analizar es la noción de orden que abrigaba Egaña, el cual evidenciará la estructura necesaria de una Constitución. Mientras estuvo en Londres, en una misión diplomática que le encomendó el Director Supremo de ese entonces, Ramón Freire (1787-1851), Mariano Egaña observó cómo el desorden institucional tomó visos de nunca acabar a raíz de la inestabilidad política, la inexperiencia de las autoridades y la diversidad ideológica que subsistía en Chile. Egaña, que iba en búsqueda del reconocimiento oficial de la independencia nacional por parte de la corona inglesa, queda varado en un país que no conoce, sin instrucciones claras, y entregado a la ignominia de tener que mentir para mejorar la posición chilena ante los ingleses:

Hace un mes que los diarios de Londres y de París están extractando trozos de gacetas de Estados Unidos y cartas de Buenos Aires y Chile que dan por hecho que Coquimbo y Concepción se han declarado independientes y tienen sus gobiernos particulares. Esto ha completado nuestro descrédito político, porque aquí generalmente se opina que semejante separación, aun cuando sea como suponen algunos diarios para tener un gobierno federal, en un país tan reducido como Chile, es el último desvarío de la anarquía y del espíritu de desorden” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 16 de noviembre de 1825, en Almeyda, 1948: 119).

El desbarajuste institucional del que es testigo, por medio de las cartas de su padre, Juan Egaña[5], y de las noticias que llegan a Londres, tiene, según sus propias palabras, graves consecuencias. En sus cartas manifiesta todo esto:

(…) no sólo es desnudarse de todo sentimiento de pudor; no sólo es echar una mancha indeleble sobre el honor, el carácter y el nombre chileno; no sólo es renunciar a toda esperanza de que se reconozca nuestra independencia, o de que las naciones quieran alternar con pueblos tan corrompidos; no sólo es presentarnos al mundo abriéndonos en los primeros pasos de nuestra carrera política un abismo de ignominia y de deshonor en qué sepultarnos; no sólo es cerrarnos irremediablemente la puerta para todo auxilio sucesivo de que podemos verdaderamente necesitar, y para la introducción de mil empresas útiles que debían hacer prosperar nuestro país; no sólo es convertir en odio y desprecio la simpatía y favorable entusiasmo de un pueblo poderoso, y el único capaz de servirnos; sino lo que es todavía peor, exponer la seguridad y vida de la patria, y el bienestar de los chilenos (…) (Egaña, Carta a Juan Egaña, 22 de marzo de 1827, en Almeyda, 1948: 202).

 

Cualquier ventaja que se pudiera lograr en materia de reconocimiento internacional, con los constantes desordenes, andanadas y revoluciones, se pierde como agua entre los dedos, trayendo resultados nefastos para el bienestar y la vida de aquella patria que lo obliga, en su seno, a quedarse de todos modos defendiendo el honor nacional.

Por supuesto, la culpa de todas estas amargas condiciones del momento recae en la inexperiencia y malevolencia de los políticos. Egaña considera que estos, entre autoridades, revoltosos y demagogos, suponen “(…) que política, ciencia de gobernar (…) son sinónimos de corrupción, impudencia (…) sin sentimientos de virtud ni consideración a ningún deber moral (…) (Egaña, Carta a Juan Egaña, 12 de abril de 1827, en Almeyda, 1948: 216) y que: “No es posible servir a un país así. No les importa nada el honor nacional: no hay vergüenza ni menos amor público: destrozan a su patria como si aposta se empeñasen en ser sus más encarnizados enemigos (…)” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 20 de septiembre de 1825, en Almeyda, 1948: 105). Es por sus acciones, en definitiva, que Chile vive los peores efectos y no entiende, dice Egaña, cómo es que no son despedazados por tantos hombres que tienen más que perder que ganar con las medidas adoptadas (Egaña, Carta Incompleta, en Almeyda, 1948: 214). Pero, no cabe duda, es el ejercicio democrático el que puso a las autoridades allí y la que, en fin, legitima las manifestaciones violentas o los caprichos de una muchedumbre sin honor ni moral. Para el abogado, es la democracia la que no se ajusta a las condiciones reales de ignorancia e inmoralidad del pueblo y que, por lo mismo, su extensión será la ruina del país[6]:

Esta democracia, mi padre, es el mayor enemigo que tiene la América, y que por muchos años le ocasionará muchos desastres, hasta traerle su completa ruina. Las federaciones, las puebladas, las sediciones, la inquietud continua que no dejan alentar al comercio, a la industria y a la difusión de los conocimientos útiles, en fin, tantos crímenes y tantos desatinos como se cometen desde Tejas hasta Chiloé, todos son efectos de esta furia democrática que es el mayor azote de los pueblos sin experiencia y sin rectas nociones políticas, y que será la arma irresistible mediante la cual triunfe al cabo la España, si espera un tanto” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 21 de julio de 1827, en Almeyda, 1948: 263).

En consecuencia, Egaña entiende que, en un orden exitoso, lo que debe primar no es la voluntad de los políticos, siempre ineptos y bajos, ni la del pueblo en sí, sino de la ley. El único remedio a los males propios de la democracia, y el desorden institucional que trae aparejado, es tener la convicción de restituir el orden, permitiendo así la vigencia institucional. Para ello se necesita, nos dice Egaña, al igual que lo visualizaba Diego Portales, hombres virtuosos[7]:

En Chile no diviso otro remedio, sino que un ciudadano de vigor, satisfecho de que ocupa el gobierno, no por usurpación propia, sino por nombramiento de los que se creen con autoridad para ello, restablezca por sí mismo el orden acabando con diez o doce facinerosos, que considerados bien son tan débiles e insignificantes que vuelan con un soplo (…)” (Egaña, Carta Incompleta, en Almeyda, 1948: 214).

Hay que tener mucho cuidado al momento de interpretar este comentario del redactor de la Constitución de 1833. Cuando llama a “acabar” con los enemigos, Egaña no refiere a asesinar a nadie. Ello contraría el talante tranquilo, sencillo, a veces, en palabras de Almeyda, de ingenuidad (1948: VII). Lo que busca Mariano son hombres virtuosos, respetuosos de la ley y las instituciones, para poder llevar a cabo un plan de regeneración moral que conlleve el crecimiento espiritual del país. En sus palabras:

Dictar primero oportunas instituciones para remediar tan grave mal y buscar en segundo lugar quien para ejecutarlas reúna a mucha probidad, a mucha prudencia y a mucha imparcialidad un vigor tan enérgico como incansable, cuya constancia no puedan alterar contemplaciones ni intereses particulares; en una palabra, restituir a la patria moralidad, orden y tranquilidad interior, y honor y crédito exterior (Egaña, Carta a Juan Egaña, 16 de agosto de 1826, en Almeyda, 1948: 169).

Al margen del deseo iluso, por cierto, de anhelar políticos probos para realizar un plan de regeneración ético e institucional, queda claro que Egaña entiende que el orden también necesita de una manifestación institucional. La idea de Constitución, como dicha expresión, para el abogado y pensador chileno, estaría asociada a la de orden. Sin embargo, hay que tomar resguardos al interpretar esta aseveración, pues no es aceptable cualquier Constitución. En el pensamiento de Egaña, llega a concebirse la idea, en el contexto del desorden institucional chileno de 1824 a 1830, que:

No restableciéndose la del año 23, aun cuando no fuera más que por dar este paso esencial para formar la moral pública y dar una prueba cierta de que seriamente se volvía al orden, yo voto por ninguna, desviándome por ahora de aquel axioma que más vale una mala Constitución que ninguna” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 16 de mayo de 1826, en Almeyda, 1948: 155).

Es decir, Mariano desea volver al orden institucional planteado por la Constitución de 1823, aquella redactada por su padre y que es anterior al período anárquico. Entiende que una señal primera de querer restablecer el orden, sería volver a ese estado de la cuestión. Le comenta a su padre que: “Su restablecimiento, [de la Constitución de 1823] en cualquier forma que sea, me parecería un anuncio de la restitución del orden” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 12 de abril de 1827, en Almeyda, 1948: 229). Una Constitución creada por los gavilanes[8], que sustituya a la anterior, mantendría al país en el mal del cual se busca escapar. En mi plan, nos dice Egaña, en la misma carta anterior, no está el transformar la Constitución, sino en restituirla en toda la extensión de su articulado.

Al poco andar, Mariano entenderá, en contrario, que se debe reformar la carta fundamental; sin embargo, siempre manteniendo su estructura fundamental. Entiende, a regañadientes, que, si no se puede evitar ciertos cambios, se ha de procurar estos no afecten la esencia del orden, la cual, si se pierde, debe ser repuesta a como dé lugar:

Si no se ha de adoptar la constitución y restituir las cosas al pie que tenían (…) yo soy de opinión que más valía que no se hiciese otra constitución, o por mejor decir que se hiciese una constitución pequeñita, o una cosa que podría llamarse ley orgánica, y contener veinte o treinta artículos muy generales, que después podría poco a poco irse restituyendo a retazos la anterior constitución y por medio de leyes separadas” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 22 de junio de 1825, en Almeyda, 1948: 88-89).

Así, nos podemos dar cuenta que en la mente de Egaña una Constitución no es un instrumento abarcador o totalizante de todas las materias dignas o indignas de regulación, necesariamente. En el contexto que atestigua el diplomático, se inclina, preferentemente a una carta fundamental, breve en su extensión, que contenga las bases principales, la entera armazón esencial, para luego poder ser reformada o integrada por leyes más particulares. Es esa estructura la que halla necesaria para generar nuevamente el orden perdido y otorgar legitimidad futura a los cambios.

Además, una carta magna tiene, como propósito fundamental, establecer quién manda y hasta dónde llega ese poder. Las determinaciones de una respuesta clara y permanente a estas interrogantes conforman el orden. Y, qué duda cabe, Egaña prefiere precisión a ese respecto, en tanto la norma jurídica fundamental, breve y principalista, debe ser eco de otro orden fundamental más acabado y espontáneo: el de las costumbres sociales: “(…) nada valen las instituciones si no están apoyadas sobre el carácter nacional; o lo que es lo mismo, que las leyes nada son sin las costumbres, aunque aquéllas sean el producto del mayor saber y civilización” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 16 de febrero de 1828, en Almeyda, 1948: 297). Solo sobre esa base que otorgan las costumbres que identifican a un país, es que se puede dar el cambio. El objeto de la Constitución es mantener un orden específico. Por lo mismo, cualquier cambio, tomando en cuenta cualquier circunstancia, no es admisible:

Se ha trabajado tanto en desmoralizar a nuestro pueblo, ha perdido éste en tal grado la ilusión en que consiste el respeto a las leyes, que ya no es posible darle el ejemplo de una nueva alteración en su ley fundamental, porque esto sería acabar de prostituirlo, si es que todavía queda algo por hacer en esta línea” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 16 de mayo de 1826, en Almeyda, 1948: 155).

Por esta vía se descarta, asimismo, la sospecha inicial de que Egaña preferiría una norma jurídica constitucional pétrea, inamovible. En todo caso, cualquier reforma requeriría, en principio, como es evidente, alejarse de los ímpetus democráticos que amenazan con destruir el orden prestablecido. Comentando las reformas que planteó su padre a la Constitución de 1823, vocifera Egaña:

Habría yo deseado la carta (…) con algunas ligeras modificaciones, pero no en sentido democrático. Así quedará si U. le quita lo nimis democrático que ha nacido en aquel tronco como planta parásita, y le chupará el jugo hasta hacerle perder su hermosura” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 21 de julio de 1827, en Almeyda, 1948: 271).

Teme Egaña, creo, con justa razón, que la democracia se lleve consigo la estabilidad del orden que tanto cuesta conservar. La experiencia histórica lo justifica. Con la entera legitimidad que otorgan los hechos, el diplomático encuentra “(…) preciso confesar que hasta aquí nos hemos dejado arrastrar excesivamente del torrente democrático y su resultado en pueblos sin civilización general, ¿cuál es? El que estamos viendo en Chile” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 12 de abril de 1827, en Almeyda, 1948: 229). Valga la advertencia para los tiempos actuales.

En conclusión, para Mariano Egaña, una Constitución no es un instrumento de simple naturaleza. En su brevedad posible, ajustada por medio de leyes complementarias, y bajo la égida de la claridad, precisión y concisión de sus principios, la norma jurídica fundamental puede ser de utilidad para tiempos convulsos, así como aquellos tranquilos. Y, por supuesto, en la medida que responda suficientemente a la personalidad, identidad de un pueblo, se mantendrá firme ante cualquier ataque, siempre y cuando se restituya la moralidad perdida al pueblo. Como bien afirma el pensador chileno: “(…) no hay enemigo más irreconciliable de la prosperidad que la falta de moral” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 12 de mayo de 1827, en Almeyda, 1948: 234). Dicha base ética, aquella que, lamentablemente, la derecha ha dejado de abrazar, es el caldo de cultivo de un orden que no solo se sostenga en la fuerza de sus determinaciones, sino en la legitimidad de su proceder:

La moral pública enteramente destruida, el carácter eminentemente apático, la falta de amor público o indiferencia que han producido tantos desórdenes, nos amenazan una eterna desdicha si no hay energía en el gobierno y si no se le dan medios de que nos restaure y continúe después afirmando la restauración” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 21 de julio de 1827, en Almeyda, 1948: 264).

Finalmente, si un gobierno busca ser fructífero, debe mantener el orden y, de perderlo, dedicarse por completo a su reconstrucción, puesto que: “Donde no hay honor ni obediencia a las leyes, no se puede verificar nada” (Egaña, Carta a Juan Egaña, 12 de mayo de 1827, en Almeyda, 1948: 248). Sería como construir sobre arena. En el contexto chileno actual no parece desmedida la recomendación.

Notas al pie de página:

[1] Véase las críticas que hace el filósofo británico Edmund Burke (2016).

[2] Popper (2017).

[3] Puede analizarse este período como tal en http://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-3289.html#presentacion

[4] Mariano Egaña no era como su padre. No existía una veta literaria, de modo que no dejó testimonios escritos de su pensamiento, salvo la Constitución de 1833 y una gran cantidad de cartas que escribió mientras representaba a Chile en Inglaterra. Al conjunto de ellas, escritas entre 1824 y 1829, hago referencia en este escrito. Un gran compendio puede encontrarse en Almeyda (1948). 

[5] Juan Egaña, pensador e intelectual chileno, abogado. Impulsor de las letras en nuestro país y fundador, junto a José Miguel Carrera, de la Biblioteca e Instituto Nacional. Se le considera el primer escritor de cuentos en Chile. Más información puede ser consultada en http://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-3487.html#presentacion.

[6] Cabe señalar que la dicotomía que habitualmente se utilizaba para comprender los fenómenos políticos en esos tiempos es el eje democracia/república, entendida en términos aristotélicos, donde la primera refiere a la degeneración del principio del gobierno de los muchos, siendo el ejemplo ideal de ese tipo de gobierno el republicano, en el cual gobierna la ley y no el hombre. Véase Aristóteles (2011).

[7] Efectivamente, en este aspecto coincidían con Diego Portales. Véase la carta de 1822 a José Manuel Cea en https://historiachilexixudla.wordpress.com/2008/08/25/carta-de-diego-portales-a-jose-m-cea-marzo-de-1822/

[8] Los pelucones tendían a señalar a los pipiolos y liberales como gavilanes. Para analizar la relación entre ambos grupos, recomiendo Amunátegui (1939).  

Bibliografía

  • ALMEYDA, A. (1948) Cartas de don Mariano Egaña a su padre. 1824-1829. Santiago de Chile: Sociedad de Bibliófilos Chilenos. 

  • AMUNÁTEGUI, D. (1939) Pipiolos y Pelucones. Santiago de Chile: Imprenta y Litografía Universo. 

  • ARISTÓTELES (2011) Política. Madrid: Editorial Espasa-Calpe.

  • BURKE, E. (2016) Reflexiones sobre la Revolución francesa. Madrid: Alianza Editorial.

  • EGAÑA, M. Carta Incompleta, en Cartas de don Mariano Egaña a su padre. 1824-1829 de Aniceto Almeyda, 1948.

  • EGAÑA, M. (junio 22, 1825) Carta a Juan Egaña en Cartas de don Mariano Egaña a su padre. 1824-1829 de Aniceto Almeyda, 1948.

  • EGAÑA, M. (septiembre 20, 1825) Carta a Juan Egaña en Cartas de don Mariano Egaña a su padre. 1824-1829 de Aniceto Almeyda, 1948.

  • EGAÑA, M. (noviembre 16, 1825) Carta a Juan Egaña en Cartas de don Mariano Egaña a su padre. 1824-1829 de Aniceto Almeyda, 1948.

  • EGAÑA, M. (mayo 16, 1826) Carta a Juan Egaña en Cartas de don Mariano Egaña a su padre. 1824-1829 de Aniceto Almeyda, 1948.

  • EGAÑA, M. (agosto 16, 1826) Carta a Juan Egaña en Cartas de don Mariano Egaña a su padre. 1824-1829 de Aniceto Almeyda, 1948.

  • EGAÑA, M (marzo 22, 1827) Carta a Juan Egaña en Cartas de don Mariano Egaña a su padre. 1824-1829 de Aniceto Almeyda, 1948.

  • EGAÑA, M. (abril 12, 1827) Carta a Juan Egaña en Cartas de don Mariano Egaña a su padre. 1824-1829 de Aniceto Almeyda, 1948.

  • EGAÑA, M. (mayo 12, 1827) Carta a Juan Egaña en Cartas de don Mariano Egaña a su padre. 1824-1829 de Aniceto Almeyda, 1948.

  • EGAÑA, M. (julio 21, 1827) Carta a Juan Egaña en Cartas de don Mariano Egaña a su padre. 1824-1829 de Aniceto Almeyda, 1948.

  • EGAÑA, M. (febrero 16, 1828) Carta a Juan Egaña en Cartas de don Mariano Egaña a su padre. 1824-1829 de Aniceto Almeyda, 1948.

  • POPPER, K. (2017) La sociedad abierta y sus enemigos. Madrid: Paidós.

 
 
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