LA IMPRONTA EDUCATIVA DE MONTAIGNE EN LA IZQUIERDA

 

I. Introducción 

No hay duda alguna que Michel de Montaigne es un lugar común en la intelectualidad de izquierda, y, temo decirlo, no solo de ella. Existe algo atrapante en sus escritos, algo especial, a pesar de lo repetitivo y sobre esquemático de su estilo. Quizá sea la época la que lo hace tan seductor, en especial, ese espíritu rebelde hasta la insolencia en momentos, supuestamente, conformistas: “Digo libremente mi opinión sobre cualquier cosa, y aun sobre aquella que supera tal vez mi capacidad y que de ninguna manera considero de mi jurisdicción” (Montaigne, 2007: 559, pos. 8563-8564)[1].

Y, por supuesto, cómo no entender esa influencia que ha ejercido hasta en las mentes más preclaras, si cada opinión es vertida con tal compostura intelectual, que puede hallarse, siempre, algún comentario de los sabios de antaño secundando cada locura del francés, en un ejercicio de encubrimiento, ocultando o aparentando los desvaríos que, en todo caso, es reconocido como un ejercicio de auto reconocimiento por el filósofo y que, por lo mismo, solo es un retrato de sí mismo:

Hace muchos años que mis pensamientos no tienen otro objeto que yo mismo, que no me examino y estudio sino a mí mismo. Y si estudio otra cosa, es para aplicarla de inmediato a mí, o en mí, por decirlo mejor” (Montaigne, 2007: 521, pos. 7977-7977).

El egocentrismo propio de esta época contemporánea no puede, sino, seguir los disparates de este filósofo de contradicciones múltiples, que se vuelve hacia sí como testimonio de fe y solo halla ideas dicotómicas: “(…) tímido, insolente; casto, lujurioso; charlatán, callado; sufrido, delicado; ingenioso, obtuso; huraño, amable; mentiroso, veraz; docto, ignorante; y generoso y avaro y pródigo. Todo lo veo en mí de algún modo según donde me vuelvo (…)” (Montaigne, 2007: 465, pos. 7123-7124). Más encima, la preferencia ideológica posmoderna por él se hace inevitable cuando la única base de su filosofía es su propia subjetividad y el remarcado desdén sobre los métodos habituales de adquisición del conocimiento, haciendo gala de un escepticismo palmario: “Así, todos los juicios que se hacen a partir de las apariencias externas son extraordinariamente inciertos y dudosos; y no hay testigo más seguro que cada uno para sí mismo” (Montaigne, 2007: 884, pos. 13548-13550). Parece uno estar escuchando a cualquier sujeto de izquierda posmoderna cuando le leemos en sus ensayos decir que “(…) todas las cosas tienen muchos lados y muchas caras” (Montaigne, 2007: 317, pos. 4856-4857) o que “No solo importa que veamos la cosa, sino cómo la vemos” (Montaigne, 2007: 367, pos. 5613-5614). Las disyuntivas, las dudas y el subjetivismo son marcas características de las apreciaciones poco fiables de este Montaigne que, quizá por mor de su extensa obra, ha logrado calar en la intelectualidad que no es capaz de leerla completa o no alcanza a recordar, entre tantas hojas, los planteamientos más polémicos del francés[2].

Con todo, muchos de sus pensamientos e ideas, aunque difíciles de armonizar bajo una lógica general que les dé sentido, han encontrado su lugar en la filosofía de la educación posmoderna de hoy. Y esto es importante, pues nos damos cuenta de que los anhelos de deconstrucción y la apreciación de los modelos educativos decimonónicos como esencialmente opresivos no tiene novedad alguna en el pensamiento que rige las actuales facultades educativas del país y del mundo. El desmontaje del Hombre Unidimensional de Marcuse (1964); la liberación natural del Emilio de Rousseau (1762); o la escuela como Dispositivo de control de Foucault, están inscritos en las páginas de Montaigne. Se podría decir que, desde la publicación de Los Ensayos, y quizá antes, nos encontramos con una larga “tradición rebelde posmoderna francesa” que ha buscado subvertir el orden, buscando una supuesta emancipación humana que, finalmente, nos deja en la Nada. El alcalde de Burdeos[3] sería el padre de todos ellos.

En lo que sigue, pretendo ilustrar, primero, sobre la crítica que Michel de Montaigne plantea a los modelos educativos de su época y los ideales que la sustentan. Inmediatamente discutiré sus puntos, haciendo evidente no solo la lógica posmoderna que puede hallarse en ellas, sino lo débil de sus posturas. Posteriormente, ensayaré una explicación a sus planteamientos que, aunque pueda tomarse como una gran falacia ad hominem, provienen de las propias apreciaciones y palabras del filósofo. De esta manera, aspiro a que la derecha sepa leer a este intelectual que tanto ha afectado el pensamiento occidental y encontrar así las armas para enfrentar a la izquierda contemporánea.

II. Crítica a la educación

En un comienzo, lo primero a tener en cuenta es que Montaigne asume una posición muy crítica frente a una educación siempre centrada, aparentemente, en la mera transmisión de conocimientos. Tal y como podríamos escuchar en cualquier facultad de educación de una universidad elegida al azar[4], parece que estamos más preocupados de “llenar de contenidos” a las siguientes generaciones y no de su real formación. En palabras del francés:

(…) habida cuenta el modo en que se nos instruye, no es asombroso que ni escolares ni maestros se vuelvan más capaces, aunque se hagan más doctos. En verdad, la solicitud y el gasto de nuestros padres no tienen otra mira que amueblarnos la cabeza de ciencia (…)” (Montaigne, 2007: 186, pos. 2842-2843).

De ahí que la llave de la educación que critica Montaigne sea el cultivo insano y hasta el hartazgo de la memoria: “Nos esforzamos sólo en llenar la memoria, y dejamos el entendimiento y la conciencia vacíos” (Montaigne, 2007: 186, pos. 2851-2853). La memoria solo sirve para repetir los mantras que se nos transmiten, no para comprenderlos o criticarlos: “No cesan de gritarnos en los oídos, como si vertieran en un embudo, y nuestro cometido se limita a repetir lo que nos han dicho” (Montaigne, 2007: 204, pos. 3120-3121). Por todo lo dicho, se entiende que “Saber de memoria no es saber; es poseer lo que se ha guardado en esta facultad” (Montaigne, 2007: 207, pos. 3163-3166) y que no nos sirve de nada todo ese conocimiento si no entendemos el por qué y el para qué del mismo.

Parte de la educación actual está planteada desde este ideario anti memorístico. Por solo dar un ejemplo, se han buscado diversos métodos para incorporar la calculadora en pruebas y exámenes matemáticos, impidiendo el aprendizaje memorístico de las tablas de multiplicar[5]. Y eso es solo una muestra de lo que hoy abunda en las salas de clase: la pérdida de tiempo valioso en la incorporación de métodos lógicos o procesuales para intentar “comprender” el por qué. Lo mismo ocurre con Historia, puesto que los nombres de personajes y héroes pasan a ser anécdotas y se coloca atención solo al proceso[6].

Ahora, lo extrañamente actual de Montaigne es que, tal como lo señalan las facultades de educación —v.gr. la de la Universidad de Chile, de la cual provengo— es que una educación hipercientificista y memorística, como la recién descrita, “invisibiliza” al educando y centraliza el proceso en el adulto, convirtiendo a la educación en un ejercicio adultocéntrico. Nótese lo similar de la verborrea educativa posmoderna y las líneas del filósofo en comento: “¿Quién preguntó jamás a su discípulo qué le parecen la retórica y la gramática, tal o cual sentencia de Cicerón?” (Montaigne, 2007: 207, pos. 3163-3164). De este modo, se adivina prontamente que la educación, caracterizada así, se transforma ipso facto en una forma de opresión:

Me gustaría decir que, así como las plantas se ahogan por exceso de agua y las lámparas por exceso de aceite, lo mismo le ocurre a la acción del espíritu por exceso de estudio y de materia. Ocupado e impedido [el estudiante] por una gran variedad de cosas, perdería la capacidad de desenvolverse, y tal peso le mantendría corvo y encogido” (Montaigne, 2007: 186, pos. 2837-2839).

El niño, el infante, el educando está impedido de expresar su libertad, su cultura, como me decían en la universidad, se le anula por acción premeditada del profesor, del adulto, quien lo oprime para guiarlo o conducirlo por el camino que la generación que construyó el sistema decida. Por supuesto, esto no sería justo, en tanto poco igualitario, pues “La igualdad es la pieza fundamental de la justicia” (Montaigne, 2007: 131, pos. 1996-1998). Siguiendo esa misma lógica, todo acto de violencia -o que se interprete como tal-, en la búsqueda del aprendizaje, queda erradicado. Si de «relevar la cultura del estudiante» y enaltecer su libertad se trata, la proclama de Montaigne es clara:

Denuncio toda violencia en la educación de un alma tierna a la que se forma para el honor y la libertad. Hay no sé qué de servil en el rigor y en la obligación, y creo que aquello que no puede lograrse con la razón, y con prudencia y destreza, no se logra jamás a la fuerza” (Montaigne, 2007: 533, pos. 8162-8163).

Pancartas en el paro nacional indefinido, organizado por el Colegio de Profesores en junio 2019.

Con cada palabra del pensador francés va desnudando su impronta más disruptiva con las costumbres del momento. Por supuesto, erradicar la violencia como herramienta pedagógica no tiene observaciones de mi parte, pero la confusión entre la violencia física y aquella simbólica o estructural, éxtasis conceptual al que llevó Bourdieu[7] el asunto, también encuentra reminiscencias en Montaigne. Véase cómo plantea el autor renacentista la esencia de la costumbre, elemento cultural a transmitir en el proceso educacional:

(…) la costumbre es en verdad una maestra violenta y traidora. Establece en nosotros poco a poco, a hurtadillas, el pie de su autoridad; pero, por medio de este suave y humilde inicio, una vez asentada e implantada con la ayuda del tiempo, nos descubre luego un rostro furioso y tiránico, contra el cual no nos resta siquiera la libertad de alzar los ojos” (Montaigne, 2007: 151, pos. 2312-2314).

Hay entonces en la educación de la época algo tiránico y furioso, violento, que solo logra destruir los restos de nuestra libertad que nos queda por medio de la inculcación de las costumbres de la generación rectora. A mayor abundamiento, agrega: “¿Quién ha visto alguna vez a viejos que no alaben el pasado y no censuren el presente, cargando sobre el mundo y sobre las costumbres de los hombres la propia miseria y aflicción? (Montaigne, 2007: 856, pos. 13122-13123). Pobres niños entregados a los vicios, miserias y aflicciones de los adultos. Sin embargo, añadirá a renglón seguido un tema central: “¿Hay peor especie de vicios que aquellos que chocan con la propia conciencia y con el conocimiento natural?” (Montaigne, 2007: 167, pos. 2547-2548). Habría costumbres, violentas y viciosas que se transmiten a los niños, oponiéndose a los dictados de la Naturaleza ¿No es esto parecido a lo planteado por Rousseau? Esta oposición de las costumbres y la Naturaleza, educadora por antonomasia de los hombres, será el tema central del por qué el filósofo francés no se espanta con la antropofagia de los indígenas americanos, por qué criticará la Conquista española[8] y, además, una de las razones por las cuales estaría en contra de la educación tal y como se ha concebido. No solo la educación es hipercientificista, adultocéntrica, memorística, violenta, opresora, sino que antinatural. El Emilio de Rousseau, y pareciera que todo su pensamiento, tiene su base en estas disquisiciones de Montaigne: “No es razonable que el artificio gane el punto de honor sobre nuestra grande y poderosa madre naturaleza. Tanto hemos recargado la belleza y la riqueza de sus obras con nuestras invenciones, que la hemos sofocado por completo” (Montaigne, 2007: 281, pos. 4294-4296). Agregara de por sí en sus ensayos que la moral es natural, mientras que los vicios son creados por las costumbres, al punto de afirmar: “Nada hay tan disociable y sociable como el hombre: lo primero por vicio, lo otro por naturaleza” (Montaigne, 2007: 320, pos. 4904-4905). La naturaleza nos hace socialmente buenos, ella empuja a la sociabilidad, mientras son nuestras costumbres las que nos degradan y que, porfiadamente, se transmiten hacia la posteridad por medio de la educación.

Teniendo todo esto en cuenta, si cualquier tipo de obligación escolar es una imposición autoritaria, injusta, arbitraria y tendiente solo a inculcar en los estudiantes lo que los adultos o las generaciones anteriores consideran correcto, costumbres que, las más de las veces, corrompen e impiden el crecimiento espiritual del niño, entonces el ideal del tutor, de quien se pretenda educador, es el de seducir a los estudiantes, dialogar con ellos en un pie de reconocimiento de la igualdad que detentan: “(…) no se trata sino de seducir el deseo y el sentimiento; de lo contrario, no se logra otra cosa que asnos cargados de libros” (Montaigne, 2007: 243, pos. 3718-3722). Sin duda, esto se conecta con esa particular especie de profesor actual, aquel que baila en clases, rapea[9], hace el ridículo, en pos de llamar la atención de los abúlicos estudiantes. La dignidad propia del cargo se pierde, se prefiere ser un NOT X PROFESOR: un auspiciador de la rebelión contra lo que culturalmente se quiere inculcar como valioso y sacro, contra las costumbres inmemoriales.

Por último, en razón de la relevancia del tema y lo capital que es la formación de los niños, los padres son los principales enemigos del proceso que se pretende instalar por el filósofo renacentista. En sus propias palabras espeta: 

La mayor parte de nuestros Estados (…) dejan a cada cual (…) la dirección de sus mujeres e hijos, al albur de su insensata e indiscreta fantasía (…) ¿Quién no ve que en un Estado todo depende de su educación y crianza?, y aun así (…) se deja a merced de los padres, por más locos y malvados que sean” (Montaigne, 2007: 996, pos.15268-15272).

Incluso, en un aparente arranque de aparente sensatez, dirá: “(…) la presencia de los padres interrumpe y estorba la autoridad del tutor, que debe ser suprema sobre él” (Montaigne, 2007: 209, pos. 3203-3205). Lamentablemente, lo que parece una reivindicación justa del papel del profesor no es tal, puesto que, ya sabemos, qué estilo de profesor será: uno seductor, que se rebajará hasta el hartazgo por conseguir la atención de estos niños cuyo único fin es desarrollarse con el mayor margen de libertad posible, en tanto el reconocen en el ejercicio educativo, una represión insoportable. En consecuencia, sostiene el filósofo que es el Estado el que debe comandar la educación en razón de lo estratégico del tema, en desmedro del papel de los padres quienes, por obviedad, estarían en desacuerdo con la pretensión estatalizadora, y fomentar así la tan mentada autonomía progresiva.[10]

Así como el ex ministro Nicolás Eyzaguirre espetaba que los padres se equivocaban al elegir colegios con "nombres en inglés", pues fomentaban la segregación escolar. Los padres son el problema para la izquierda, no la solución.

III. Los fines de la educación

Ya que logramos plasmar de cuerpo entero la extrañamente actual crítica que Montaigne plantea sobre la educación, veremos que ella está conducida por una serie de fines que son aparentemente razonables. Es decir, todo el cuestionamiento del creador de los ensayos se enfoca en que el modelo educativo no atendería a determinados objetivos que considera importantes. Y estos serían dos en específico.

Por un lado, tenemos al Montaigne que exige se le inculque aceptar la verdad y ser capaz de aceptar que esta esté en manos de otros: “(…) enseñarle sobre todo a rendirse y a ceder las armas a la verdad en cuanto la perciba: lo mismo si surge de la mano de su adversario que si surge en él mismo merced a un cambio de opinión” (Montaigne, 2007: 211, pos. 3230-3231). De aquí es donde se agarran esos intelectuales de izquierda que defienden que el filósofo francés abogaría por la tolerancia en cuestiones debatibles, tanto religiosas como políticas y, proclaman, en Montaigne habría los primeros atisbos de liberalismo[11]. No sé hasta qué punto lo pueda ser, pero no me detendré en eso. En todo caso, habría un elemento importante a considerar en esta tolerancia: un dejo cosmopolita. Antes que cualquier otro, Montaigne abrazaría la diversidad, cuestionando nuestra incapacidad de valorar «lo ajeno»: “El juicio humano extrae una maravillosa claridad de la frecuentación del mundo. Estamos contraídos y apiñados en nosotros mismos, y nuestra vista no alcanza más allá de la nariz” (Montaigne, 2007: 215, pos. 3287-3291). Sin duda, esto será una característica importante del ideario de la izquierda posmoderna: la idea de los “ciudadanos del mundo”.

Por otro lado, la enseñanza debe buscar la formación moral del sujeto y convencerle de que eso es lo único que debe querer hacer: conformarse y confirmarse a sí mismo en la corrección de sus actos: “Que pueda hacerlo todo, y no ame hacer sino lo bueno” (Montaigne, 2007: 230, pos. 3514-3520). Además, en este objetivo nos encontramos una nueva muestra del pie de igualdad o de la autonomía progresiva de los estudiantes, en que se pretende posicionar a los infantes con sus padres o tutores, al decir: “(…) el valor y la altura de la verdadera virtud residen en la facilidad (…) de su ejercicio, tan alejado de dificultades, que los niños son capaces de él igual que los hombres, los simples igual que los sutiles” (Montaigne, 2007: 222, pos. 3390-3393).

De este modo, podemos concluir que el filósofo de los ensayos dispone la educación debe promover dos elementos básicos, alejados del ruido que los profesores, los tutores o adultos quieren imponer a los niños, a saber: ser más sabios y virtuosos: “(…) sólo la filosofía, en lo que concierne al saber, y sólo la virtud, en lo que concierne a las acciones, convienen en general a todos los grados y a todos los órdenes” (Montaigne, 2007: 338, pos. 5179-5181). Y en esto, valga la pena repetir, los profesores no tenemos más que solo un papel: liberarlos, posicionándonos solo como guías, sin pretender anteponer cultura, sino solo presencia ejemplificadora:

(…) yo querría también que pusiéramos cuidado en elegirle un guía que tuviera la cabeza bien hecha más que muy llena, y que requiriésemos en él las dos cosas, pero más el comportamiento y el juicio que la ciencia, y que llevara a cabo su tarea de una manera nueva” (Montaigne, 2007: 204, pos. 3114-3116).

No es raro, entonces, con estos lineamientos, ver que en las aulas abundan los «pedagogos» charlatanes e ignorantes, más preocupados de las «nuevas técnicas» pedagógicas que aparecen en las revistas de educación universitarias, antes que hacer su trabajo bien, atendiendo a lo que siempre ha funcionado y calificando su trabajo, más encima, de una altura moral inconcebible y francamente insoportable.

Finalmente, aun con la importancia que Montaigne asigna a estos fines de la educación, veremos en qué términos relativos propone esta búsqueda de la verdad y lo contradictorio que resulta su noción de la virtud. Con esto, quedará claro que, en su propia ideología educativa, no habrá cómo sustentar sus objetivos.

IV.  La verdad y la virtud en la educación

Los fines de la educación son el norte que se pretende conseguir. Sin ellos, no hay camino posible que recorrer. Por lo mismo, el plantear la verdad y la virtud, elementos centrales del ideario educacional de Montaigne, en términos que, prácticamente, los socavan, es una muestra más de la poca seriedad filosófica y la impronta posmoderna que tiene el autor de los ensayos. No es raro, entonces, que Jesús Maestro lo considere “el epítome del pensador posmoderno”, pues, si hay algo que los caracteriza, es la contradicción[12].

En el caso de la verdad, el asunto es evidente. El filósofo entiende que: “El primer rasgo de la corrupción de las costumbres es el destierro de la verdad” (Montaigne, 2007: 938, pos. 14377-14383); sin embargo: “Nuestra verdad de hoy no es lo que es, sino aquello de lo que se persuade a los demás” (Montaigne, 2007: 939, pos. 14394-14397). Es decir, la verdad no es lo que es, sino lo que llega convencer a otros. Habría, entonces, un elemento discrecional, una preeminencia del sujeto en la determinación de la verdad, una preponderancia subjetiva. Lo que podría llegar a ser una interpretación antojadiza del francés, se sustenta cada vez más cuando se avizoran otras aseveraciones del filósofo que están más preocupadas de establecer un punto de tolerancia entre los individuos, antes que de la verdad misma: “(…) en las cosas humanas, cualquiera que sea el lado del que uno se incline, se ofrecen muchas razones plausibles que nos confirman en él (…)” (Montaigne, 2007: 923, pos. 14151-14152) o, incluso: “En efecto, las razones apenas tienen otro fundamento que la experiencia, y la variedad de los acontecimientos humanos nos ofrece infinitos ejemplos en toda clase de formas” (Montaigne, 2007: 925, pos. 14176-14177). El desdén por la ciencia y la verdad se hace evidente, aunque alegue él mismo que: “La ciencia es sin duda una cualidad muy útil e importante; quienes la desdeñan dan prueba suficiente de su estupidez” (Montaigne, 2007: 594, pos. 9108-9114). Parece que Montaigne se preocupa más del efecto que una verdad incómoda tenga en los demás, que en apreciarla, duela a quién le duela. Con razón se le sindica como el paladín de la tolerancia, puesto que él mismo aseveraría:

No caigo en el error común de juzgar al otro según lo que yo soy. Me resulta fácil creer de él cosas diferentes a mí. No porque yo me sienta apegado a una forma [¿La verdad sería una forma?], obligo al mundo a someterse a ella, como hacen todos; y creo y concibo mil maneras de vida contrarias” (Montaigne, 2007: 308, pos. 4715-4716).

La verdad no sería, entonces, suficiente argumento para obligar a nadie. Resuenan los alegatos del filósofo chileno, Humberto Maturana[13]. La pretensión de que la verdad podría llegar a convertirse en un elemento enojoso a la convivencia social se hace más clara cuando se entiende que Montaigne, aunque cristiano, soporta la mentira en pos de que las Guerras de religión en Francia terminen de una vez y que las pendencias de cualquier tipo se extingan. No por nada terminará por espetar: “No hay opinión que no tenga fuerza suficiente para hacerse abrazar a costa de la vida” (Montaigne, 2007: 346, pos. 5303-5306). Hay que evitar por todos los medios ofender, no sea que alguien decida morir por defender una posición, aunque esta sea mentira.

Por consiguiente, es válido preguntarse, ¿qué poder tendría el profesor, el tutor, los adultos, de imponer la verdad, si ella es, aparentemente, ofensiva? ¿Si las razones no tienen más fundamento que la experiencia y se basan solo en su capacidad de persuasión? Si la verdad puede llegar a impedir que los niños “se desenvuelvan” y las costumbres corrompen, ¿con qué verdad se sostiene el profesor en la sala de clases?  Un ejemplo claro de esas nociones que dejan en un mal pie al profesor dentro de la sala de clases son las “comunidades de indagación”[14], fruto de las disquisiciones pragmatistas de Pierce y Dewey, que esconderían, a mí parecer, la idea de que la verdad es lo que «funciona», y lo que funciona puede ser, fácilmente, lo que se acomoda a todos. El profesor no busca “develar” la verdad, sino construirla en acuerdo con todos los miembros de la “comunidad”.

Otro tanto ocurre con la virtud o juicios morales. En el primer tomo de los ensayos, Montaigne parece tener una impronta más consecuencialista, es decir, que lo que importaría es el resultado de la acción, el placer que llegue a otorgar, para calificar la misma de “buena” o “moralmente aceptable”. De ahí que, con cierto dejo de sorna, sea capaz de plantear que: “Hemos de entregarnos a la casa, al estudio, a la caza y a cualquier otro asunto hasta los últimos límites del placer, y evitar comprometernos más allá, donde el dolor empieza a intervenir” (Montaigne, 2007: 331, pos. 5063-5316). En esto, por cierto, no hemos de confundirnos con un abrazo irrestricto al libertinaje total. Siguiendo a Epicuro y los suyos, el francés añadirá que: “Los sabios nos enseñan sobradamente a guardarnos de la traición de nuestros deseos, y a distinguir los placeres verdaderos e íntegros de los mezclados y abigarrados con más dolor” (Montaigne, 2007: 330, pos. 5052-5053).

No obstante, aquello, el tono cambia totalmente en el segundo tomo. El inventor de los ensayos proclama en varios pasajes: “(…) las acciones de la virtud son demasiado nobles de suyo para buscar otra paga que la de su propio valor, y sobre todo para buscarla en la vanidad de los juicios humanos” (Montaigne, 2007: 889, pos. 13631-13632). Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Acometemos acciones morales por la utilidad o conveniencia que reporta o por sí misma? En varios ensayos tiende a confundirse y ya avanzando en el libro simplemente se instala el caos intelectual, pue Montaigne parece adoptar totalmente una visión puritana: “La virtud sólo quiere ser seguida por sí misma; y si a veces tomamos prestada su máscara por otro motivo, al instante nos la arranca de la cara” (Montaigne, 2007: 466, pos. 7134-7136). Cabe añadir, que ambos tomos son publicados en 1580, por lo que no habría una contradicción temporal: es intelectual.

En definitiva, uno ya no sabe qué pensar y, por consiguiente, respecto del papel del profesor, tutor o adulto, el asunto se vuelve también esquivo. No sabemos qué norma moral debiese inculcarse. Recordemos que, de un profesor, Montaigne exige “una cabeza bien hecha, más que muy llena” y nos dice “Hay quien tiene la vista clara, pero no la tiene recta, y por lo tanto ve el bien y no lo sigue (…)” (Montaigne, 2007: 197, pos. 3007-3009), pero ¿qué bien? ¿Su conveniencia o la virtud en sí misma?

V. El problema fundamental: él mismo 

Al final, no hay claridad conceptual respecto de los fines que busca el modelo educativo del filósofo francés, solo conjeturas de que en algún momento, quizá, tuvo cierta claridad de las consecuencias de la misma falta de ella. Probablemente por eso, en un apreciable arranque de sinceridad, nos dirá: “Para volvernos sabios, se nos ha de atontar, y para guiarnos, se nos ha de cegar” (Montaigne, 2007: 677, pos. 10374-10376). ¿Visualizaba, de alguna manera, el resultado de sus posturas educativas?

Y no será extraño que el filósofo proclame a los cuatro vientos estas posturas confusas, dudosas, contradictorias en sí mismas. Toda la base cognoscitiva de ellas se basa en la imagen que tiene de sí mismo, en lo que siempre fue: un inútil, un pusilánime. En el ejercicio de un individualismo extremo, el filósofo aclara:

Mi alma es libre y muy suya, y está acostumbrada a conducirse a su manera. Como hasta ahora no he tenido ni comandante ni amo forzoso, he ido tan lejos como se me ha antojado, y al paso que he querido. Esto me ha ablandado y vuelto inútil para el servicio de los demás, y no me ha hecho bueno sino para mí mismo” (Montaigne, 2007: 908, pos. 13914-13916).

Es imposible que sea de otro modo. Aunque supuestamente no pretenda influir en otros y le sea fácil concebir otros modos de vida alternativos, modelos educativos diversos, pluralidad total, cada una de sus palabras resuma un individualismo extremo o atomismo, pues jamás toma en cuenta las consecuencias sociales de sus posturas. No sin ciertos rasgos sociópatas, plantea:

“(…) puesto que nos proponemos vivir solos, y arreglárnoslas sin compañía, hagamos que nuestra dicha dependa de nosotros mismos; desprendámonos de todas las ataduras que nos ligan a los demás, forcémonos a poder vivir solos de veras y vivir a nuestras anchas” (Montaigne, 2007: 322, pos. 4937-4939).

A pesar de la admiración que tenía por su padre, la educación que este le proporcionó, que está en las antípodas de aquella que le inculcó James Mill a su hijo[15], fue blanda y promovió una libertad completa y desmedida en Montaigne. De este modo, tenemos ante nosotros a un sujeto que enaltece su subjetividad como método aparentemente riguroso de investigación o, al menos, de confianza, y que se reconoce, orgulloso, un temperamento “(…) tierno e incapaz de solicitud” (Montaigne, 2007: 909, pos. 13925-13928) y que no ha probado, jamás, “(…) ninguna clase de trabajo enojoso. Apenas he manejado otra cosa que mis asuntos; o, si lo he hecho, ha sido con la condición de hacerlo a mi tiempo y a mi manera (…)” (Montaigne, 2007: 908, pos. 13917-13919). ¿Se puede esperar, entonces, disquisiciones profundas o conceptos preclaros, de un personaje así?

 VI.  Conclusión

En Montaigne tenemos la base conceptual de las locuras educativas de la izquierda. La preferencia por la naturaleza al momento de consolidar la sociabilidad humana y la corrupción que, en contrario, promueve la educación orquestada por el ser humano; el desmantelamiento de la educación por ser precursora de un enfoque hipercientificista, adultocéntrico, memorístico y violento; la falta de moralidad y justicia del sistema educativo; la autonomía progresiva respecto de los padres, todos son elementos del discurso posmoderno educativo actual de la izquierda. Lo sorprendente es que llevamos más de 440 años escuchando el mismo discurso, con distintos matices, dependiendo de la época, y no hemos sabido identificarlo, ni enfrentarlo. Cinco siglos nos separan de sus primeros rudimentos, como podemos ver en los escritos de Montaigne, y todavía no vemos la impronta que el alcalde de Burdeos tiene en la agenda de izquierda de hoy.

Si nos vamos a tomar en serio la guerra ideológica en la que estamos inmersos, cuya representación cultural, quizá, sea su dimensión más importante, debemos leer a los autores que le dan vida al ideario de izquierda. De otro modo, solo estamos condenados al silencio y a la intrascendencia.

Pasacalles en paro nacional indefinido, organizado por el Colegio de Profesores en junio de 2019.


Notas al pie de página.

[1] Toda cita hará referencia a la versión completa de sus ensayos publicada por la editorial Acantilado, basada en la versión de Marie de Gournay de 1595. La versión que se utilizará es aquella disponible para Kindle, que se basa en la misma edición en comento.

[2] Sospecho que lo primero le ocurre a Cristian Warken quien glorifica el concepto, en realidad, poco elaborado, de “tolerancia” del filósofo francés: https://www.youtube.com/watch?v=DGyMi1ubU3k&t=1549s&ab_channel=PAUTA  y lo segundo, a Fernando Villegas: https://www.youtube.com/watch?v=m4QtlAKjrQ0&ab_channel=ElVillegas

[3] Fue alcalde de Burdeos desde 1581 a 1585. Una gran biografía puede leerse en Burke, P. (1985) Montaigne. Alianza Editorial.

[4] Mi apreciación sobre el tema está decisivamente afectada por mi paso en el Departamento de Estudios Pedagógicos de la Universidad de Chile (DEP). En todo caso, durante mi vida laboral he podido hacer algunas comparaciones con otras facultades en Chile y algunas charlas de universidades españolas, así como en varias escuelas en las que he trabajado: todas siguen un ideario parecido. Mis conversaciones con otras personas que han trabajado en universidades norteamericanas atestiguan experiencias parecidas. El ideario posmoderno en educación tiene aspectos hegemónicos indudables.

[5] Se entiende el uso de la calculadora como promotora de nuevas perspectivas educativas más inclinadas a la indagación. Véase el siguiente estudio de Silvia del Puerto y Claudia Minaard en https://www2.udg.edu/Portals/88/Santalo/llibre_homenatge/La_calculadora_como_recurso_didactico_paper97.pdf

[6] En Historia la idea de que los procesos son lo más importantes se instala con la influencia de la escuela francesa de los Annales. Para profundizar, véase Borguiére, André (2008) La escuela de los annales. Editorial Universidad de Valencia. 

[7] Léase en especial su obra “La reproducción. Elementos para una teoría del sistema educativo” (1970).

[8] Véase el ensayo “Caníbales” del mismo libro que estamos comentando.

[9] Nótese que en Chile llamó mucho la atención el caso del profesor de Historia que rapeaba en clases para enseñar geografía: https://www.youtube.com/watch?v=0y7lu5lJ9Lc&ab_channel=LuisCano

[10] Precisamente este es el problema central para la izquierda en temas educativos: cómo erradicar de una vez el papel que los padres juegan en la educación de los niños y jóvenes. Se ve al momento que han ignorado la preferencia parental al momento de escoger colegio e impusieron la “tómbola” y ahora la ESI.

[11] Lo plantea directamente Antoine Compagnon, prologuista de la edición de los ensayos que estamos comentando. Véase el prólogo.

[12] Jesús G. Maestro. (2017, 4 noviembre). Contra Michel de Montaigne, prototipo del intelectual posmoderno [Vídeo]. YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=pTR5guRdkj0

[13] Véase Maturana, H. (2020) La objetividad: un argumento para obligar. Editorial Paidós.

[14] Podemos encontrar de manera más clara y actual estas nociones sobre las comunidades de indagación en los trabajos de Matthew Lipman. Véase Lipman, M. (2003) El lugar del pensamiento en educación. Ediciones Octaedro S.L.

[15] Véase Mill, J. S. (2008) Autobiografía. Editorial Alianza.




 
 
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