LAS MENTIRAS DE DON ALONSO

 

Detrás de cada pueblo existe un mito. Lo tiene el pueblo araucano, lo tiene el pueblo argentino y, por supuesto, lo posee el pueblo chileno. Y los mitos son importantes. Tras bambalinas, los mitos refulgen, importan, tienen consecuencias. Antes que se instaurara el imperio de la razón durante la Modernidad, y de la sinrazón con la Posmodernidad, lo que primaba era el relato. Más importante que cómo nos describíamos o cómo nos sentíamos, era el cómo nos contábamos. Los individuos, en aras de la unión y la conservación social, se contaban a sí mismos quiénes eran. Arendt lo entendió muy bien en La condición humana (1958) cuando asimilaba el espacio público como aquel en que “nos decíamos”, “nos contábamos” y nos abrimos a los demás. Y cuando esos relatos escalaban y otorgaban significado a la masa conjunta, a la agrupación de individuos que comparten y se identifican vinculados entre sí por un destino común, por una proyección, diría Ortega y Gasset, entonces identifican un relato común inicial, un comienzo heroico, un hito fundacional conjunto que les ayuda a sobrevivir como una comunidad de significado. A veces, resulta que es una primera forma de decirnos, obra de un solo individuo y no del conjunto, la que impera al momento de relatar quiénes somos. En el caso chileno, es la obra de Alonso de Ercilla, “La Araucana”, escrito en tres partes y publicada en 1569, 1578 y 1589, la que instaura el modo en cómo nos definimos y decimos los chilenos. Sin embargo, este mito está lleno de mentiras, sin sentidos, inadecuaciones que ayudaron a crear un imaginario que aún nos pesa.

En lo que sigue, pretendo desvelar algunas de las mentiras, inadecuaciones y errores más fundamentales del relato ercillano. Con todo, advierto que mi idea no es desbancar al mito. Eso es imposible. Las circunstancias históricas no son intercambiables y, aunque hace ya tiempo, se ha querido, en un excelente ejercicio de futilidad, revisar la Historia y exigir méritos y deméritos a las generaciones posteriores que tienen ascendencia en aquellos que acometieron acciones deleznables o fueron víctimas de las mismas, la verdad sea dicha, la Historia, Historia es, y los resquemores de los progresistas jamás modificarán esta situación. Mi objetivo, humilde como pretende ser, se enmarca en una noción más spinozista de la libertad, en el sentido de que la consciencia de la verdad nos otorgaría un margen de autonomía del pensamiento, sin pretender quitarle su papel al mito. Como bien sabrán, pretender lo contrario sería voluntarismo, enfermedad francesa moderna que buscó romper con los mitos para instaurar otros. Nada más ingenuo e insultantemente prometeico.

Por de pronto, una de las primeras grandes mentiras de don Alonso se erigen en sus falsas promesas del prólogo, especialmente su ecuanimidad. Ercilla dedica la obra a cantar las glorias españolas y al rey Felipe II. Sin embargo, de antemano, como sabiendo que su poema es más bien un relato elegíaco a los araucanos, señala:        

(…) si a alguno le pareciere que me muestro algo inclinado a la parte de los araucanos, tratando sus cosas y valentías más extendidamente de lo que para bárbaros se requiere; si queremos mirar su crianza, costumbres, modos de guerra y ejercicio della, veremos que muchos no les han hecho ventaja, y que son pocos los que con tan gran constancia y firmeza han defendido su tierra contra tan fieros enemigos como son los españoles”. (1946: 3, pos. 39-41)[1].

A lo largo de toda la obra, las descripciones y alabanzas a los araucanos contrastan, terriblemente, en algunos casos, con el dibujo que hace de los españoles, al punto que, en más de una ocasión, toma bando por los mismos naturales, como cuando llega la flota española al mando de don García Hurtado de Mendoza, en la que él mismo venía embarcado:

¡Oh valientes soldados araucanos!, las armas prevenid y corazones, y el usado valor de vuestras manos, temido en las antárticas regiones, que gran copia de jóvenes lozanos descoge en vuestro daño sus pendones, pensando entrar por toda vuestra tierra haciendo fiero estrago y cruda guerra” (1946: 308, pos. 4718-4722).

Incluso, don Alonso se atreve a argumentar que Dios está de su lado y que cualquier crítica que pudiere hacer a la campaña española estaría justificada en los designios divinos:

Si no es disculpa y causa lo que digo, se puede atribuir este suceso a que fue del Señor justo castigo, visto de su soberbia el gran exceso, permitiendo que el bárbaro enemigo, aquel que fue su súbdito y opreso, los eche de su tierra y posesiones y les ponga el honor en opiniones” (1946: 173, pos. 2645-2649).

Nótese que ya se va desnudando lo que, a todas luces, me parece, es la verdadera intención de Ercilla. No pretende cantar las glorias españolas ni ensalzar la grandeza del rey Felipe. Lo que busca es elaborar una crítica temprana a las campañas españolas, enmarcadas en el debate sobre la existencia del alma indígena y su justo trato como hijos de Dios. A diferencia de lo que ocurrió con el colonialismo británico, francés y el de las otras potencias que conquistaron África, el español tomó posesión de América bajo una profunda reflexión sobre sus derechos canónigos a hacerlo y el cómo relacionarse con los naturales[2]. Toda esta crítica estaría dada, según el poeta, por el camino ominoso y decadente que habría tomado el pueblo español durante la conquista, pues: “(…) es un color, es apariencia vana querer mostrar que el principal intento fue el extender la religión cristiana, siendo el puro interés su fundamento (…)” (1946: 514, pos. 7871-7873), en tanto lo único que “(…) la ocasión que aquí los ha traído, por mares y por tierras tan extrañas, es el oro goloso (…)” (1946: 514, pos. 7869-7870). Por todo esto:

El felice suceso, la vitoria, la fama y posesiones que adquirían, los trujo a tal soberbia y vanagloria, que en mil leguas diez hombres no cabían, sin pasarles jamás por la memoria que en siete pies de tierra al fin habían de venir a caber sus hinchazones, su gloria vana y vanas pretensiones” (1946: 28, pos. 417-421).

Envalentonado por lo que entiende inspiración divina de su pluma, Ercilla termina por desgarrarse la garganta para cantar la valentía araucana y su porfía supina por defender Arauco:

(…) todo lo merecen los araucanos, pues ha más de treinta años que sustentan su opinión, sin jamás habérseles caído las armas de las manos, no defendiendo grandes ciudades y riquezas, pues de su voluntad ellos mismos han abrasado las casas y haciendas que tenían (por no dejar que gozar al enemigo); mas sólo defienden unos terrones secos (aunque muchas veces humedecidos con nuestra sangre) y campos incultos y pedregosos. Y siempre permaneciendo en su firme propósito y entereza, dan materia larga a los escritores” (1946: 364, pos. 5572-5575).

Increíble que don Alonso sustente que todo lo merecen sujetos que él mismo, quizá en sus iniciales búsquedas de fidelidad descriptiva, describirá como demoniacos:

Gente es sin Dios ni ley, aunque respeta aquel que fue del cielo derribado, que como a poderoso y gran profeta es siempre en sus cantares celebrado, invocan su furor con falsa seta y a todos sus negocios es llamado, teniendo cuanto dice por seguro del próspero suceso o mal futuro (…)” (1946: 19, pos. 289-293).

Y he aquí, entonces, una de las otras grandes mentiras de don Alonso: la pretensión de endilgar virtudes a un pueblo no virtuoso. A pesar de señalarles como un pueblo demoniaco, Ercilla se esfuerza por otorgarles virtudes, al igual que hacía Montaigne en su texto “Los caníbales”[3] con los indígenas en general encontrados tras el hallazgo de América. Un episodio especialmente gráfico de esta situación es el de Tegualda, araucana protagonista del Canto XX y XXI. Tras un nuevo asalto a los españoles, habiendo llegado huestes ibéricas de refuerzo, con García Hurtado de Mendoza a la cabeza, los araucanos salen muy mal heridos. Entre los caídos, se encontraba Mareguano, pareja de Tegualda. Tras la batalla, en medio de la noche, a oscuras y de manera silente, Tegualda se escabulle entre los españoles, buscando el cuerpo de Mareguano para darle entierro debido. Ercilla la ve y, antes de ayudarla, le pide cuente su historia. Es ahí que Tegualda relata cómo Mareguano, entre muchos otros que la pretendían, gana diversas justas para llamar la atención de ella. Incluso, asegura, su padre Brancol, ante las dudas de quién debía poseerla, le dice respetará su decisión como mujer: “Mi padre, que con sesgo y ledo gesto hasta el fin escuchó el parecer mío, besándome en la frente, dijo: "En esto y en todo me remito a tu albedrío; (…)” (1946: 472, pos. 7223-7225).

Finalmente, como todo araucano, tuvo que ir a la batalla y encontró su muerte frente al fuerte construido por los españoles, apenas arribados en defensa de los españoles que ya estaban ahí y que sufrieron las primeras andanadas araucanas, aquellas que dieron muerte a Pedro de Valdivia. Lamenta su suerte Tegualda, al más puro estilo de dama española:

Ayer me vi contenta de mi suerte, sin temor de contraste ni recelo; hoy la sangrienta y rigurosa muerte, todo lo ha derribado por el suelo. ¿Qué consuelo ha de haber a mal tan fuerte? ¿Qué recompensa puede darme el Cielo adonde ya ningún remedio vale ni hay bien que con tan grande mal se iguale?” (1946: 472, pos. 7233-7237).

Pero, ¡qué profundidad existencial para un pueblo demoniaco! ¡Qué gallardía y poesía! ¡Qué nivel de progresismo, de virtudes inigualables y de nociones éticas! ¡Qué respeto más profundo por las mujeres, como para defender su parecer y libre auto determinación! El contraste es fortísimo a la hora de poner atención a otros episodios dentro del mismo texto en el que se habla de un pueblo que, en batalla, no era capaz de respetar ni a niños ni mujeres. Solo por dar un ejemplo, en medio de la batalla que destruye Penco, el mismo poeta describe:

Y a las tristes mujeres delicadas el debido respeto no guardaban; antes con más rigor por las espadas, sin escuchar sus ruegos las pasaban; no tienen miramiento a las preñadas; mas los golpes al vientre encaminaban, y aconteció salir por las heridas las tiernas pernezuelas no nacidas” (1946: 145, pos. 2222-2226).

Además de lo horroroso que son los ataques a mujeres embarazadas, existen más acontecimientos que don Alonso escribe y que llaman la atención por su incapacidad de crítica ética frente a lo que presencia o escucha que le comentan de episodios anteriores a su llegada. Por ejemplo, cuando relatan las pendencias entre Rengo y Tucapel. Los araucanos que presenciaban la batalla, apostaban a sus mujeres: “(…) algunos, que ganar no deseaban, las usadas mujeres apostaban (1946: 658, pos. 10083-10084). O, cuando se juntaban a hablar de los acuerdos a los que podían llegar con los españoles, el “oro goloso” y las mujeres no se olvidaban dentro de las peticiones:

Treinta mujeres vírgenes apuestas por tal concierto habéis de dar cada año, blancas, rubias, hermosas, bien dispuestas, de quince años a veinte, sin engaño; han de ser españolas, y tras éstas, treinta capas de verde y fino paño, y otras treinta de púrpura, tejidas, con fino hilo de oro guarnecidas” (1946: 277, pos. 4234-4238).

¿Qué ética existe en un pueblo como tal? ¿Dónde están las virtudes que le endilga a Tegualda y otros miembros araucanos? Ercilla vive en el engaño, propio de los románticos que, como Rousseau, elaboraron la idea, junto al filósofo francés, del “buen salvaje”[4]. Y rastros de esa consideración aparecen en todo el libro. Esta sería la mayor mentira de don Alonso: su visión idílica del pueblo araucano y su entorno. Veamos muestras de lo que asevero. Por un lado, está la dimensión ética que ya hemos visto, y que encuentra su formulación más clara cuando Ercilla, junto a los soldados españoles, sondean la isla de Chiloé. En ella se encuentran con naturales que el mismo poeta español señala, están llenos de:

La sincera bondad y la caricia de la sencilla gente de estas tierras, daban bien a entender que la cudicia aún no había penetrado aquellas sierras; ni la maldad, el robo y la injusticia alimento ordinario de las guerras, entrada en esta parte habían hallado, ni la ley natural inficionado. Pero luego nosotros, destruyendo todo lo que tocamos de pasada, con la usada insolencia el paso abriendo les dimos lugar ancho y ancha entrada; y la antigua costumbre corrompiendo de los nuevos insultos estragada, plantó aquí la cudicia su estandarte con más seguridad que en otra parte” (1946: 799, pos. 12247-12256).

De este modo, son los españoles quienes habrían traído la desgracia a los araucanos y otros pueblos. Los indígenas, antes de la llegada española, eran la virtud misma, la justicia hecha carne; sin embargo, se encontraron con España y, a partir de ello, con la vileza. La codicia española, con todo, no solo destruiría la moralidad inexistente de los indígenas y de los araucanos, sino que también trastocaría el ambiente, la tierra de los araucanos que, si bien el mismo Ercilla, en algún momento, señala como “campos pedregosos y terrones secos”, parece que, ya convencido del objetivo del escrito, pasa a señalar como de índole divino, temática muy propia del romanticismo[5]:

No produce Natura tantas flores, cuando más rica primavera envía ni tantas variedades de colores como en aquel jardín vicioso había; los frescos y suavísimos olores, las aves y su acorde melodía, dejaban las potencias y sentidos de un ajeno descuido poseídos” (1946: 608, pos. 9312-9316).

Estos elementos elegíacos vuelven a su descripción, especialmente, cuando se encuentra con Fitón, hechicero araucano. Encontrándose, por propia voluntad con el hechicero en la cueva de este, el poeta español relata su sorpresa ante tanta magnánima manifestación que guarda su morada, “(…) cámara hermosa, que su fábrica extraña y ornamento era de tal labor y tan costosa, que no sé lengua que contarlo pueda, ni habrá imaginación a que no exceda” (1946: 530, pos. 8119-8121), al punto de señalar que esta se erigía sobre “(…) colunas de oro sustentadas cien figuras de bulto en torno estaban (…)” (1946: 530, pos. 8126-8127). Estamos hablando de un palacio, de un templo. ¿Hasta dónde puede llegar la vergüenza para mentir tanto? ¿Dónde están los ríos de oro de “El Dorado”, que parece se hallaban en la Araucanía y nosotros no sabíamos?

No quisiera dejar pasar una última mentira, que da por el piso con la intención académica y de la izquierda por utilizar “La Araucana” como fuente fidedigna de información. En la isla de Chiloé, Alonso de Ercilla canta cómo los españoles, en su campaña por ir avanzando en la conquista, llegan a cierto sector de la isla en el que no pueden seguir avanzando. El poeta, junto a otros diez hombres, quisieron dejar su huella. Entonces, en una pequeña barca, zarpan hacia un islote cercano al lugar donde ya no pueden seguir la marcha y Ercilla, cuchillo en mano, marcará en un árbol:

Aquí llegó, donde otro no ha llegado, don Alonso de Ercilla, que el primero, en un pequeño barco deslastrado, con sólo diez pasó el desaguadero, el año de cincuenta y ocho entrado sobre mil y quinientos, por febrero, a las dos de la tarde, el postrer día, volviendo a la dejada compañía». Llegado, pues, al campo, que aguardando (para partir) nuestra venida estaba, que el riguroso invierno comenzando la desierta campaña amenazaba (…)” (1946: 804, pos. 12322-12329).

Cualquiera que lea con atención, entiende la mentira: ¿cómo es posible que teman la llegada del invierno, si la inscripción se hace en febrero de 1558? ¿En qué hemisferio está pensando don Alonso? Por supuesto, Ercilla termina la tercera parte de su libro en España, pero esto revela que este libro solo puede tomarse como ficción. La pretensión de algún sector de la academia y de la izquierda por levantarle como fuente fiable de la Guerra de Arauco es una locura.

En definitiva, la pretensión de Ercilla es una farsa. Procura, en un primer momento, elevarse como una fuente imparcial, justa de los acontecimientos, influido por el mismo Dios: “(…) tú, desde aquí, podrás mirar atento las diferentes armas y naciones, y escribir de una y otra la fortuna, dando su justa parte a cada una” (1946: 409, pos. 6259-6260). No obstante, aquello le es imposible. En cada uno de los cantos, su parcialidad araucana se hace notar. Por mucho que intente moderar, una y otra vez, su predisposición en análisis de valía y justicia, como cuando indica a los españoles:

No consiste en vencer sólo la gloria, ni está allí la grandeza y excelencia, sino en saber usar de la vitoria, ilustrándola más con la clemencia; el vencedor es digno de memoria; que en la ira se hace resistencia, y es mayoría vitoria del clemente, pues los ánimos vence juntamente” (1946: 704, pos. 10794-10798).

Aun así, insisto, el tono principal es el sollozo, el lamento por un pueblo que le sorprende y admira y cuyo destino le entristece:

“Quiero mudar en lloro amargo el canto, que será a la sazón más conveniente, pues me suena en la oreja el triste llanto del pueblo amigo y género inocente (…)” (1946: 139, pos. 2131-2133).

En conclusión, es la mentira la que prevalece. Ercilla miente, descaradamente, en su texto. No pretende, en ningún caso, salvar las glorias españolas en tierras indígenas, sino criticar, basándose en una posición moralista que esquiva la realidad y que nos recuerda, demasiado, a la altura moral de la que hacen gala los progresistas. Armado de un talante romántico y afrancesado, muy del estilo rousseuniano, don Alonso escribe desde un púlpito y relata en base a la falsedad para construir un cuadro de hermosura inigualable que lo único que busca es mentir sobre la verdad de un pueblo araucano muy lejano a la virtud. Lamentable es el fruto de este libro, que ha logrado instalarse como el mito fundador de un país que se construyó sobre la base de esta mentira. En contraste a lo que Ercilla plantea en su última estrofa, el canto tuvo otro impacto:

Y yo que tan sin rienda al mundo he dado el tiempo de mi vida más florido, y siempre por camino despeñado mis vanas esperanzas he seguido, visto ya el poco fruto que he sacado, y lo mucho que a Dios tengo ofendido, conociendo mi error, de aquí adelante será razón que llore y que no cante” (1946: 833, pos. 12770-12774).

Los frutos, repito, fueron de una trascendencia insospechada. Su error, que ofende a Dios y la verdad que Él representa, no produjo silencio, sino un estruendo estertóreo de una muchedumbre chilena que, una y otra vez, se colocó en posición de víctima y siempre atribuyó a un supuesto victimario las culpas de su podredumbre y pusilanimidad. En la lógica del amo y el esclavo de Hegel, siempre se pretendió estar inmersos en una batalla de indígenas contra los españoles, de peones contra hacendados, de pobres frente a los ricos, y así, sucesivamente. Al menos espero que esa lógica, si bien incontrolable por la situación histórica en la cual se construye la identidad chilena, encuentre mentes abiertas a entender que la comprensión profunda de este libro y sus falsedades puede aportar en la construcción de una mentalidad distinta en el sector que menos entiende de estos asuntos: la derecha. En la medida que comprendamos nuestro mito fundador, podemos alejarnos cada vez más de su influjo, si bien nunca del todo. Entender esa situación nos hará libre y abrirá nuevas perspectivas, sin duda alguna, para una anorexia cultural de la derecha que es causa, qué duda cabe, del peor pasar de nuestra historia.

Notas al pie de página:

[1] Todas las citas son sacadas de la versión para Kindle de “La Araucana”, Edición de Concha de Salamanca, Madrid, 1946. Disponible en https://ww2.lectulandia.com/book/la-araucana/. Además, las citas irán en prosa para mejor lectura y comprensión.

[2] Fruto de esa reflexión son los trabajos del fraile dominico Bartolomé de las Casas (1474 o 1484-1566) y del filósofo y teólogo dominico Francisco de Vitoria (1483-1546), padre de la Escuela de Salamanca.

[3] Lo pueden leer en la versión completa de sus ensayos Montaigne, Michel De (2011) Los ensayos. Editorial Acantilado. Barcelona, España.

[4] Ya Montaigne había señalado algo parecido, como ya señalé, y también Voltaire. Por eso aludo a la composición grupal de la idea.

[5] Para una crítica profunda al romanticismo y sus consecuencias políticas y éticas, véase Berlin, Isaiah (2013) Raíces del Romanticismo. Editorial Taurus. Madrid, España.

 
 
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