SOBRE LA CENSURA, EL DEBATE Y LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN

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En las democracias liberales la libertad de expresión es considerada un principio fundamental y esto se justifica en que, a través de la conversación razonada y el intercambio de ideas, se puede llegar a ciertos mínimos comunes que servirían de base tanto para el avance del conocimiento como para el ejercicio y fortalecimiento de la democracia. El avance del conocimiento en las sociedades abiertas mediante la discusión argumentada es difícil de negar pues, la producción de nuevas ideas o tecnologías, precisa filtrar entre lo que sirve y lo que no. (El progreso en materia astronómica no hubiera sido posible sin el previo descarte de la teoría geocéntrica, por ejemplo).

Se necesita poder conjeturar y refutar, y para que ambas acciones sean posibles se requiere acceso a la información y libertad para poder formular un argumento y expresarlo. «El conocimiento es labor de conjetura disciplinada por la crítica racional», dirá Karl Popper. Sin embargo, la idea de que la argumentación e intercambio de ideas serviría para fortalecer la democracia me parece esencialmente errónea, puesto que desconoce que la motivación fundamental para el quehacer político no es la «búsqueda de la verdad» −subyacente al quehacer científico y filosófico− sino la búsqueda del poder.

En este sentido, para llegar a posiciones de poder, detentarlo y preservarlo, lamentablemente, no se requiere de un apego a la verdad. La verdad sencillamente no es relevante, el apego a ella será circunstancial. Lo verdaderamente relevante son los votos. Y para obtener votos, el incentivo no es a decir la verdad, es más bien al revés. Esto tiene hasta una explicación lógica: el ser humano quiere evitar el sufrimiento, y en esta búsqueda «la verdad» resulta incómoda y hasta dolorosa. La mentira, por el contrario, resulta más reconfortante. Es doloroso decir “me equivoqué”, centrando la responsabilidad sobre lo que ocurre en uno mismo, pues constituye una vulneración del ego. Por tal razón, es infrecuente encontrar a personas que sean autocríticos de forma pública.  El quehacer político identifica esta natural tendencia humana ofreciendo mentiras reconfortantes a cambio de la intención de voto: «El culpable es el sistema, tú eres una víctima del sistema y nosotros podemos cambiar eso», solemos escuchar.

En concordancia con lo expuesto hasta ahora, se podría afirmar que la libre expresión −cristalizada en el debate de ideas como mecanismo de búsqueda de la verdad o del progreso− no es relevante para quienes aspiran a gobernar mediante el mandato democrático, sino que podría considerarse incluso como un estorbo. En palabras del novelista escocés George Mc Donald: «No está en la naturaleza de la política elegir a las mejores personas. Las mejores personas no quieren gobernar a sus semejantes».

Y aquí es crucial entender el rol de la prensa verdaderamente independiente. Desde el momento en que el poder político tiene la facultad de decidir qué información puede publicarse o no, se pavimenta un camino de servidumbre. En Chile nos acostumbramos a un grado alto de libertad de prensa. Actualmente, la mayoría de los medios son de oposición y se puede criticar libremente (y hasta insultar) al oficialismo sin costo alguno. Libertad de expresión plena que corre peligro en manos de totalitarios que incluso tienen opciones presidenciales. La amenaza totalitaria está a la vuelta de la esquina. El panorama internacional para la libertad de expresión en otras democracias tampoco es mejor, menos aun cuando la censura proviene ya no directamente desde el Gobierno, sino desde las grandes compañías tecnológicas en alianza gubernamental, mostrando la peor cara del crony capistalism1.

Desde la última elección presidencial en Estados Unidos, por ejemplo, comenzó a apreciarse la eliminación arbitraria en redes sociales de ciertas noticias y opiniones. La situación empeoró dramáticamente con la llegada del Covid-19. La censura de voces disidentes ya no es algo aislado, sino más bien la tónica. La gente de buena fe −y, un tanto cándida, digámoslo− arguye que dada la gravedad de la situación sanitaria es correcto que se censure a quienes «desinforman» pues, representarían un peligro para otros. Si bien efectivamente esto puede ser cierto, creo que es un gravísimo error justificar la censura bajo el pretexto de una supuesta falsedad.  Todos los monopolios son malos y el monopolio de «la verdad» no es la excepción. Se debe rechazar, primero, por un tema de transparencia. No puede haber un correcto debate de ideas si existe censura. Y, segundo, porque hay demasiados intereses económicos y gubernamentales de por medio en juego, por lo que resulta sencillamente imposible descartar intereses de grupos implicados.

En consecuencia, dudar de lo que se pretende imponer por medios coactivos (ejemplo, si no te vacunas no puedes transitar libremente aun cuando estés sano) no solo es deseable sino además necesario. La censura funciona como un caldo de cultivo para la duda. Los mejores argumentos ganan fuerza cuando el debate de ideas es limpio. Esto además es concordante desde un punto de vista libertario con la ética de la argumentación hoppeana: la argumentación es por naturaleza una forma de interactuar libre de conflictos, donde las partes renuncian a usar la fuerza, tratando de persuadirse mutuamente por el poder de sus argumentos. No obstante, para que la argumentación y el necesario escrutinio público de ideas sea posible es fundamental que no exista censura y que las partes puedan expresarse libremente. Solo puedo saber cuál es mi color favorito si conozco toda la gama de colores.

 
 
 

Notas a pie de página

  1. Sistema económico de intereses cruzados entre funcionarios gubernamentales y lobbies empresariales.

 
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